Ya había estado antes en el Delta. Fue hace años en unas colonias con el colegio. Navegamos por el Ebro, hicimos kayak en el mar, una ruta en btt cruzando los arrozales, comimos en una barraca tradicional… en fin, un viaje idílico de aquellos que se recuerdan toda la vida. Por eso, cuando dejamos la autopista para adentrarnos de nuevo en las infinitas llanuras del Parque, sufrí una pequeña decepción.

Recordaba aquel lugar todo verde y húmedo, florecido, lleno de vida… pero lo que allí encontré no fue más que un paraje semidesértico y desolador. No fui plenamente consciente hasta entonces de que este año la Semana Santa se había adelantado varias semanas y los terrenos todavía se estaban preparando para la siembra; así que de arroz no íbamos a ver ni un solo tallo estas vacaciones. Pero a medida que pasaban los kilómetros mi enfurruñamiento inicial se fue desvaneciendo. Campos y más campos se extendían delante de mí hasta donde alcanza la vista formando un paisaje igualmente espectacular y fascinante. Tuve que rendirme finalmente a su belleza singular. Tras un rato de circulación en línea recta, llegamos al fin a nuestro destino, Riumar, una urbanización junto al mar perteneciente al municipio de Deltebre que haría de campamento base en nuestra visita al Parc Natural del Delta de L’Ebre.

Llacuna de la Tancada
Campos del Delta de l’Ebre

Comenzamos nuestra aventura en la Punta de la Banya, un gran espacio protegido en el que tiene lugar la cría de múltiples especies de aves endémicas y migratorias, en el lado oeste del río. Tomamos el camino de vuelta hacia el interior para cruzar Lo Passador, el puente más cercano a nuestro apartamento y que une los municipios de Deltebre y Sant Jaume d’Enveja, en las comarcas de Montsià y Baix Ebre respectivamente. Sí, es curioso, pero el Delta esta dividido casi proporcionalmente en dos comarcas separadas entre si por el imponente Ebro y para visitar el parque hay que pasar constantemente de una orilla a la otra. De camino, recalamos por casualidad en la Llacuna de la Tancada, uno de los ecosistemas más ricos de la zona y entramos en uno de los miradores. No hubo manera, los vergonzosos flamencos se resistieron hasta a nuestros objetivos más grandes. ¡Pues empezábamos bien! Una estrecha línea de arena – la playa del Trabucador – separa el «continente» de la península de la Punta de la Banya. Es extraño y divertido transitar viendo el mar a ambos lados de la carretera. Tampoco aquí pudimos ver ni un ave, pero disfrutamos de un agradable paseo por la playa, el único lugar transitable de la zona. Volviendo ya a Riumar para la hora del almuerzo tuvimos una maravillosa sorpresa. Allí estaban todos, reunidos en una esquina de la Tancada, flamencos, patos negros y otros tantos plumíferos de nombre variopinto. Al fin, un atisbo de la fauna por la que es tan famosa el Delta de L’Ebre y una visión espléndida de la naturaleza.

Flamenco alzando el vuelo

Y a la hora del almuerzo, ¿por dónde empezar? El omnipresente arroz colmaba la carta del restaurante Casa Nuri, uno de los más recomendados de la zona. Los había con marisco, con carne, caldoso, en paella… Mi hermano y yo comenzamos con un arroz bomba de cangrejo azul. Simplemente delicioso. Jamás fui amante de los crustáceos, pero este estaba realmente gustoso y daba al arroz un sabor increíble. El camarero nos explicó además que este en concreto se trataba de una especie invasora que había llegado al Delta hacía pocos años y estaba acabando con la población de anguila local; así que de alguna manera cumplíamos una función social al comérnoslos. Quedamos tan encantados con la cocina local que quisimos repetir la experiencia y comimos arroz un par de veces más en los tres días siguientes. Uno de pato y otro negro. En ambas ocasiones quedamos realmente satisfechos. Soñamos con volver y seguir catando esos platos de arroz y marisco que tanto nos encantaron.

Aquella misma tarde, después de reposar un rato, decidimos hacer una excursión a otra de las grandes atracciones del parque, la Punta del Fangar. En la oficina de turismo nos habían dicho que se tardaba una hora y media ida y vuelta desde el aparcamiento, así que salimos ya bastante tarde, sobre las 19:00. No debimos confiarnos tanto. Lo que pretendía ser una tranquila caminata por una playa virgen rodeada de dunas de arena hasta un típico faro de líneas rojas y blancas, se convirtió en una maratón de 9 kilómetros largos y la hora y media pasó a ser dos horas y pico. Acabamos caminando a oscuras, a paso ligero y deseando llegar al coche lo antes posible. Sin embargo y olvidando el pequeño detalle de la falta de tiempo, fue una de las excursiones más especiales de mi vida. Alejados de todo y de todos, sin más ruido que las olas chocando contra la arena y el graznido de las gaviotas sobre nuestras cabezas. Se respiraba una paz en aquel lugar… y la guinda la puso la espectacular puesta de sol de tonos rojizos al principio y matices azulados al final que nos proporcionó el astro rey aquella tarde. El más bello de los finales para un día que había empezado decepcionando.

Puesta de sol en la Punta del Fangar

El resto de la estancia no fue demasiado provechosa «viajeramente» hablando. El penúltimo día amaneció con rachas de viento de hasta 80 kilómetros por hora y un mar tan picado que ni siquiera los surfistas más expertos se atrevieron a adentrarse en él. «Sólo es un poco de aire, ¿qué podría pasar?» pensamos. Salimos con la intención de dar un paseo y volvimos un minuto más tarde bañados en arena de la playa. Pasamos el resto del día recluidos en el apartamento. Al principio nos molestó la idea, pero aprovechamos el «tiempo muerto» para descansar, leer un rato y ver alguna que otra película. Al fin y al cabo, las vacaciones también están para eso. A última hora de la tarde el viento aflojó y decidí dar una vuelta por las pasarelas de madera que había junto al paseo marítimo. Yo, conmigo mismo, el mar y otra impresionante puesta de sol. Fue revitalizante; sentí que todas las preocupaciones se habían esfumado momentáneamente y que estaba listo para afrontar de nuevo todo lo que la vida pudiese enviarme. Creo que fue Rafael Alberti quien escribió:

Si mi voz muriera en tierra
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera

No podría estar más de acuerdo con él. No imagino pasar una vida entera sin esa sensación de libertad que se experimenta cuando se atisba la mar y se respira su aroma salobre.

Atardecer en la playa de Riumar

Y así, sin quererlo ni beberlo llegó nuestro último día en les Terres de l’Ebre. Hicimos las maletas y recogimos el apartamento, pero no podíamos despedirnos sin hacer una última visita, esta vez en barco. Nos dirigimos al puerto de Deltebre y cogimos un crucero que nos llevaría a través de las frías y poco profundas aguas del Ebro hasta la desembocadura del mismo. No fue gran cosa, es decir, ya sabíamos lo que íbamos a ver pero estuvo bien como punto y final a nuestro periplo. Después dimos un corto paseo por la orilla y subimos al último mirador para después coger el coche de nuevo e ir a comer al estupendo restaurante Tramontano antes de volver ya a casa. Mientras escribo estas últimas palabras me doy cuenta de que indiferentemente de las actividades o las visitas que realizamos, lo más importante fue compartir el tiempo y las risas con mis seres más queridos, empaparnos de todos esos olores y sabores mediterráneos, llenar nuestras pupilas de imágenes y paisajes espectaculares… esos pequeños detalles que engrandecen y cultivan nuestro espíritu y que hicieron de este viaje al Delta del Ebre uno de los más enriquecedores de mi vida.

Desembocadura del Ebro

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