¿Bien y ahora qué?
No había pensado en nada. Mi único objetivo durante el último año y medio había sido venirme a estudiar a Argentina y había estado hípercentrado en conseguirlo. Se me pasó por alto planear qué iba a hacer allí si lo conseguía. Y lo conseguí y me vine a Buenos Aires y aterricé en el aeropuerto y me instalé en la residencia y…
¿Bien, ahora qué?
Mi idea inicial fue pasar los cinco meses enclavado en Buenos Aires, visitando a fondo la ciudad pero sobretodo centrado en mis estudios. Tampoco es que cerrara voluntariamente la puerta a ninguna oportunidad pero pensaba que con el tiempo y sobretodo con el dinero de los que disponía, mis opciones eran limitadas.
La primera vez que oí hablar de las Cataratas del Iguazú – ya las conocía pero realmente no tenía consciencia de que quedasen «tan cerca» – fue de la boca de una compañera de residencia catalana. Mientras que yo seguía algo abrumado por la envergadura del cambio que acababa de acometer en mi vida, ella había sido mucho más intrépida y enseguida se había puesto al tanto de lo que había que hacer y se había introducido en los círculos de estudiantes de intercambio de la ciudad. A las dos o tres semanas de llegar a Buenos Aires, ya se había ido de viaje con un grupo de 100 o 200 estudiantes a las Cataratas. Yo seguí su pasos a través de Instagram y al regresar me aseguró que había sido una de las experiencias más increíbles de su vida. Por supuesto, aquello despertó en mí el deseo de viajar al norte y vivirlo también, pero seguía sin estar seguro de su efectividad. Por un segundo dejé que mi yo superrealista opacara mi yo más soñador.
Decidí comentarlo con el resto de compañeros de la residencia y también con mis compañeros de clase y todos coincidieron en que no podía dejar pasar la oportunidad de ir a las Cataratas de Iguazú; y al sur y a Jujuy y a Salta y a Mar del Plata, y ¿oye? ¿has pensado en ir a Chile?…. vale, vale, empecemos por Iguazú. Así que, así sin más, en un arrebato de energía derrochadora inversionista propulsado por todos aquellos comentarios, compré los billetes de avión a las Cataratas de Iguazú.
Salí de Ezeiza un jueves de finales de octubre a las cinco de la tarde. Después de años volando con las lowcost, había olvidado lo confortable que puede ser un viaje de dos horas en un armatoste de metal a decenas de kilómetros del suelo. Aunque no me sentía cansado, en cuanto despegamos caí en un profundo sueño y no logré despertar hasta que el piloto anunció por megafonía que estábamos a punto de aterrizar. Lo primero que me impactó fue el paisaje. Después de semanas disfrutando del asfalto porteño, el sentimiento de aventura de los primeros días había ido desapareciendo poco a poco de forma inconsciente, pero en cuanto abrí los ojos y vi aquella densa selva tropical extendiéndose hasta el infinito al otro lado de la ventanilla, una miniatura de Indiana Jones despertó de su prolongado letargo y se puso a dar saltitos en alguna parte de mi cerebro. Lo segundo que noté, ya a pie de pista, fue el calor. No se puede decir que en Buenos Aires hiciera frío, la primavera avanzaba a pasos agigantados y llevábamos ya unos días a 20-22ºC, pero es que allí ¡hacía un calor! Normal teniendo en cuenta que estábamos mucho más cerca del Ecuador. Debo dar las gracias a mis amigos por hacerme desechar la idea de viajar en Diciembre.
A la salida del diminuto Aeropuerto Internacional de Puerto Iguazú, contraté un servicio traslado door-to-door hasta el Hostel Iguazú Falls. La única otra opción habría sido pagar un viaje en taxi, que yendo yo solo, no salía en absoluto a cuenta. El hostel ya me había parecido bueno por las fotos de Internet pero he de reconocer que acabó de maravillarme al cruzar la puerta principal. Una pequeña y colorida recepción, un pasillo y al final, el paraíso: Un verde patio en forma de L, con cocina exterior, piscina y hamacas, alrededor del cual se emplazaban las habitaciones y los baños compartidos, equipados con un potente aire acondicionado y mosquiteras en las ventanas. Si bien no tenía pensado disfrutar mucho de las instalaciones, eran un perfecto aliciente para terminar un buen día de exploración. Aquella primera noche no quise cocinar y salí a cenar al restaurante que había enfrente. Me comí una milanesa a caballo con papas que estaba… se me hace la boca agua sólo de pensarlo.

Otra de las cosas buenas de mi hostel, y que conste que no lo estoy publicitando, es que quedara tan cerca de la estación de Ómnibus (a dos cuadras), el medio de transporte «más económico» para llegar hasta el Parque Nacional Iguazú. Lo pongo en comillado porque estuve haciendo cuentas y si hubiese venido con 3 amigos, me hubiese salido más barato agarrar un taxi. Como no era el caso, madrugué para aprovechar el día y a las 7:30 ya estaba en el mostrador pagando el billete de ida y vuelta, y de vuelta: «sólo efectivo caballero». Como media hora más tarde, ingresaba por fin al lado argentino de las Cataratas de Iguazú.

Que estaba emocionado sería quedarse corto; por eso mi primera impresión del recinto fue, si no decepcionante, al menos fría. Entrando, todo lo que hay es un conjunto de caminos asfaltados, vallas delimitantes, carteles con mapas, lavabos públicos y puestos de souvenires al estilo de cualquier parque temático, pero al mismo tiempo no dejaba de parecer que te encontrabas en la mismísima Selva Amazónica. Me recordó de alguna forma a los sets de Port Aventura o Disneyland, que si bien sabes que son falsos, es tanta la sugestión que parece que estés en otro país de verdad. También me encontré con el Centro de Interpretación del Parque. La mayoría de gente suele pasar de estos sitios e ir directamente a la aventura, y de hecho es lo que sucedió, pero a mí me gusta detenerme, tomarme las cosas con calma y empezar con algo más de información del sitio que voy a visitar. Así que, prácticamente a solas, recorrí el pequeño museo donde te explican el proceso de formación de la masa selvática, su composición biológica y mineral, la apertura del Parque Nacional y su importancia ecológica. También hacen un breve repaso por el bochornoso proceso de colonización y expropiación de las tierras a los pobladores de la etnia guaraní y de cómo, a pesar de ello, han sabido conservar sus tradiciones.
Tras la introducción, me aventuré por fin en la selva. Literalmente. Se terminan las áreas de descanso, se deja atrás la estación del trenecito que conecta las distintas zonas del parque y el camino se estrecha y se pierde entre la maleza. A estas alturas, la duda inicial había desaparecido por completo y mi mini Jones saltaba como un niño chico. Y ya, algunos pasos más adelante, cuando me pasó corriendo entre las piernas el primero de los coatíes salvajes, explotó de felicidad. No podía creer lo que veían mis ojos y no podía creer tampoco que la gente a mi alrededor no presentase el mismo nivel de euforia. Quizá pudiese parecer que exagero pero para un chico de ciudad que viene de la otra punta del mundo y que hasta hace no mucho no tenía intención de realizar ese viaje, adentrarse en un paisaje de tales magnitudes era como ver el mar por primera vez, indescriptiblemente bello; y eso que todavía no había visto ni una cascada.

En menos de un kilómetro se encuentra la segunda de las áreas de descanso y desde aquí, empiezan dos de los tres senderos principales del parque: el inferior y el superior. Tras vivirlo en primera persona, estoy completamente de acuerdo con el responsable del punto de información en que el orden más lógico e interesante es: primero recorrer el inferior, después el superior y al final la Garganta del Diablo.
El cartel indica el inicio y unas empinadas escaleras de metal descienden por la ladera del bosque en busca de las ansiadas Cataratas, cuyo ensordecedor y extenso estruendo acuático ha delatado su posición hace ya algunos minutos. Aun así, no existen en esta lengua y en ninguna que yo conozca, adjetivos suficientes para describir el primer avistamiento de tal prodigio de la naturaleza. A pesar de estar todavía a varios kilómetros de distancia, el cuerpo se colapsa y se estremece y sólo tu boca puede alcanzar a articular un escueto pero acertado WOW. Un WOW que continúa intacto conforme recorres el sendero y llenas la tarjeta de memoria de cientos de fotografías del mismo fenómeno, declarado Patrimonio de la Humanidad. Por primera vez, sigamos lo dictado en el nombre de este blog y dejemos que las imágenes hablen por sí solas, aunque ni por asomo hacen justicia al hecho de disfrutarlo en vivo y en directo.





Al final del circuito inferior, una pasarela se adentra en el interior de uno de los más de 75 saltos de agua que hay dentro del Parque, lo que además de increíblemente emocionante, es – y a esas alturas necesitaba que fuera – increíblemente refrescante.
Generalmente las advertencias del tiempo necesario para recorrer los senderos no suelen acertar, o demoras muchísimo menos de lo esperado o, al contrario, te distraes por el camino embobado con la belleza del paisaje y una hora se puede convertir fácilmente en dos. A mí me suele ocurrir casi más lo segundo así que, a pesar de haber entrado en el recinto a primera hora, pasan de las 11:00h cuando termino el primer tramo y me inicio en el segundo. Ahora las pasarelas de madera y hierro se elevan sobre los saltos de agua y las distintas corrientes y se adentran en las copas de los árboles, lo que proporciona una perspectiva radicalmente diferente a la del primer circuito, aunque igualmente impactante. El sol empieza a calentar de lo lindo y las multitudes, que me cruzo por primera vez ese día, no lo hacen más fácil, sin embargo estoy tan abstraído por las vistas que no me importa esperar para hacer una foto o tener que pedir disculpas cada vez que empujo a alguien sin querer. Después de recorrer los márgenes de los saltos, el camino se adentra en el interior del bosque y el silencio renace. Calla el zumbido de los visitantes, porque el repicar del riachuelo y los rugidos de la fauna salvaje permanecen en todo momento.



Acelero el paso pues aparentemente no hay nada que ver en esta zona, ja, como si las Cataratas fuesen el único atractivo del Parque… Afortunadamente, un grupo de turistas que miran al cielo me frenan el paso. Alzo la vista y al principio no veo nada, suerte que llevo la cámara conmigo y con mi lente 18-200 atino a entrever lo que están mirando. En la lejanía, un tucán aferrado a una rama se afana por llegar a los brotes más verdes sobre su cabeza. Sólo había visto algo tan sobrecogedor en los cientos de documentales del National Geographic que obligaba a mis abuelos a ponerme de pequeño. Y la sensación de haberlo vivido sigue siendo, aún hoy en día, indescriptible.

Mucho más lentamente, finalizo el circuito superior y llego de nuevo al área de descanso. ¿Inferior? ¿Superior? sólo su ubicación respecto a los saltos de agua define su nombre porque en experiencia se encontrarían en una infinita lucha equiparable. Este tramo ha sido algo más corto pero han transcurrido más de dos horas desde la última vez que consulté el reloj. ¡Es hora de comer! Mucha gente ha pensado lo mismo y el área de merenderos está a rebosar así que me siento dónde puedo, menos mal que a la sombra, y saco mi queridísimo y longevo amigo: el tupper de macarrones. Lo he tenido toda la noche en la nevera y no sabéis lo bien que sienta ese fresquito. He elegido el mejor día para venir, claro y despejado, pero el calor es realmente asfixiante. Como tranquilamente y aunque hay gente en constante movimiento, buscando un lugar para sentarse, hago caso de mi lado más egoísta y maleducado y no me levanto instantáneamente después de terminar. Mis pies me gritan que no lo haga.
Sobre las tres logro ponerme en pie. El área de descanso se encuentra en la segunda estación del trenecito (gratuito) que cruza el parque y me subo en él para llegar al sendero de la Garganta del Diablo. Se puede llegar caminando pero es media a hora a pie bajo un sol abrasador y si lo había considerado inicialmente, me doy las gracias por haberlo descartado. Otro área de descanso, con otra zona de merenderos y otra cafetería. Lo cierto es que la infraestructura del parque es impresionante. Un tercer cartel anuncia el inicio del sendero. Las pasarelas se elevan de nuevo sobre las aguas del río Iguazú, pero a diferencia del circuito superior, no hay rastro de ningún salto de agua. El paseo transcurre de forma muy relajada mientras que la vista sólo alcanza a ver la omnipresente corriente, interrumpida en ocasiones por pequeñas isletas de selva virgen, perfectas y necesarias para hacer un alto en el camino y refugiarse del calor. El paisaje es desoladoramente bello, me recuerda fácilmente a las películas sobre el jurásico o alguna época remota sin la presencia del hombre.


El sendero termina y se ensancha sobre un mirador metálico. Pareciera que todos los visitantes del parque se amontonaban en ese punto y no es para menos. Ante mis ojos, la más estruendosa y a la vez más maravillosa de las obras de la naturaleza. Litros y litros de agua cayendo al vacío en innumerables despeñaderos y chocando sin miedo contra las rocas del abismo. Me asomé a la barandilla pero la nube de vapor de agua no me dejaba ver con claridad todo lo que tenía a mi alrededor, al menos al principio. Era como un sueño distante del que no quería, ni podía despertar. Me costó un buen rato despegarme, dar media vuelta y encauzar el camino hacia la salida.

Todavía eran las seis de la tarde cuando llegué al hostel. Era pronto pero llevaba todo el día caminando y estaba sinceramente reventado. Me puse el bañador y caí rendido en la piscina. Sólo dos pensamientos me vinieron a la cabeza: «qué día más increíble y qué suerte tengo de haber venido a Argentina». Luego, cuando las emociones empezaron a enfriarse, llegó la nostalgia. Sí que me había venido a un país extranjero a 10.000 kilómetros de casa, pero siempre me había sentido muy acompañado por mi nuevo entorno. Ahora estaba solo y además me sentía solo. Cuando pasas todo el día enfrascado en un lugar como Iguazú, la mente no deja de procesar imágenes, sensaciones y sentimientos y parece no haber lugar para nada, ni nadie más, pero son esos momentos de relax y de desconexión cuando más quisiera tener a alguien con quien compartir las impresiones del viaje, con quien reírse de las anécdotas o con quien intercambiar simplemente una mirada cómplice de cansancio y satisfacción. Concluí en que no me gusta viajar solo y que si de mí dependiera, no volvería a hacerlo. La noche cayó rápidamente y me preparé para un nuevo y emocionante día en las Cataratas del Iguazú.
Madrugué algo más la segunda mañana. Me dirigía al lado brasileño del parque y sabía que el bus tenía que parar en la frontera para un control de pasaportes. Al final fueron dos, uno en la aduana argentina y otro en la brasileña (esto es sólo para los no argentinos). Hubo un pequeño momento de tensión en la primera, había olvidado que se me había caducado el sello del pasaporte y hasta que no saqué el visado de estudiante, me miraron con temor y preocupación. Llegamos a la entrada principal del Parque Nacional do Iguaçú un rato después. Se notaba que era sábado porque había muchísima más gente haciendo cola para comprar los tickets y entrar que el día anterior.
El proceder también fue distinto. A diferencia del lado argentino, allí no pudimos entrar por nuestro propio pie, sino que tuvimos que subirnos a unos autobuses que te llevaban hasta el comienzo del sendero principal. Este trayecto no fue corto precisamente: media hora por una carretera perfectamente asfaltada, atravesando una densa y verde arboleda de tallo tropical mientras una voz en diferentes idiomas informaba a los pasajeros sobre las distintas normas del parque. Aquella espectacular entrada auguraba un día muy pero que muy especial. El colectivo nos dejó en una explanada justo delante del impresionante Belmond Hotel das Cataratas, uno de los dos únicos ubicados dentro del Parque Nacional (el otro del lado argentino). Desde aquí, un camino estrecho descendía hasta una terraza-mirador. Si las vistas del parque argentino habían ido en un delicioso in crescendo, ya con la primera brasileña me quedé sin habla. Frente a todos los visitantes, se habría un paisaje inconcebiblemente hermoso y salvaje, donde decenas de saltos desbordaban en el bravío río Iguazú. Ahora entendía a la perfección una frase que había leído en Internet y que decía algo así como que: «si el lado argentino tiene el mejor acceso, el brasileño posee las mejores vistas».

Dicha afirmación se fue haciendo más y más evidente conforme se avanzaba en el camino, que afortunadamente discurría casi enteramente a la sombra. Mucha, muchísima gente me preguntaría más tarde que cuál de los dos lados me había gustado más, mirándome siempre con esa cara de complicidad y esperanza de que escogiera el de su nacionalidad. Mi respuesta siempre sería la misma: Imposible escoger. Irremediablemente, se deben visitar ambos para hacerse una idea completa de la magnificencia de este fenómeno natural; y es que mientras el lado argentino ofrece ese punto de adrenalina, ese sentimiento de estar viviendo una gran aventura, permitiéndote adentrarte en lo más profundo de las cataratas, el lado brasileño aporta unas panorámicas incomparables.

El camino termina a nivel de río, o casi, abriéndose en una plataforma-mirador circular frente a la Garganta del Diablo. El espectáculo es realmente abrumador, como también lo es la cantidad de gente que hay. Ahora se avanza despacio, tras una hilera de hormigas con pose y cámaras fotográficas. Si bien este es el punto más emocionante y con mejores vistas de ambos parques (según mi opinión), también es el que menos disfruto. Estoy tan concentrado en no morir aplastado por los cientos de petits influencers que «olvido» por un momento dónde estoy y qué tengo a mi alrededor. Sería una hipocresía quejarme demasiado por el postureo de la gente y querer disfrutar aquella espectacular imagen a solas, al fin y al cabo yo también estoy ahí y quiero sacar una buena foto. De lo que sí me quejo es de la descortesía de la gente. Había un punto específicamente desde donde se tenía la mejor visión frontal del salto mortal y se había formado una especie de cola desordenada para conseguir un centímetro en la barandilla y tomar las fotos que cada uno quisiera hacerse. La mayoría llegamos, nos acomodamos como pudimos y sacamos las cuatro fotos que quisimos sacar. No era el lugar para quedarse demasiado tiempo a admirar el paisaje. Por supuesto que nadie te lo prohíbe pero la moral y el sentido común te obligan a dejar paso a la nueva horda de turistas. En ese punto, hay dos tipos de personas que no se comportan como deberían: quien avanza a empujones y aunque haya llegado el último, quiere ponerse el primero y quien una vez consigue un hueco en el mirador, despliega todo su arsenal fotográfico y acampa en el lugar por media hora. Por favor, siempre respeto y una pizca de empatía. Gracias.
Al final, el sendero remonta una pendiente bastante importante hasta el área de restauración y finaliza la visita. Este último tramo se puede hacer cómodamente en ascensor pero hay que hacer cola así que lo descarto; lo que sí hago es acercarme a la plataforma superior para disfrutar por última vez del espectáculo natural más impresionante que he tenido la oportunidad de conocer en toda mi vida.

La visita a este lado del parque es mucho más corta pero entre una cosa y otra, he invertido toda la mañana en ella. Son la 13:00 y aunque es algo pronto, decido comer ya y no esperarme a volver al hotel. En esta ocasión me he hecho un bocadillo de milanesa con tomate y lechuga. ¡Cómo lo disfruto! El calor no ha pegado tan fuerte ese segundo día, pero arrastro un poco el cansancio de los dos días. Sueño con llegar al hotel y meterme en esa pileta. Agarro el autobús de vuelta a la entrada, agarro otro que me dejará en Puerto Iguazú, paso los dos controles de pasaporte (enseñando de primeras mi visa de estudiante), recorro las dos cuadras hasta el hostel y por fin meto los pies en la maravillosa y también solitaria piscina.
Una hora es lo máximo que consigo relajarme. Lo quería, lo necesitaba pero mi inquietud natural no me permite disfrutarlo más. Decido ducharme y salir a dar una vuelta. Es mi última noche, mi vuelo de vuelta sale a las 9 de la mañana y no he visto de Puerto Iguazú más que el supermercado de mi calle y la estación de Ómnibus. Aunque no excesivamente atractivo, es un pueblo más que curioso. Se suceden una tras otra parcelas a medio terminar, chalets con piscina, hostels juveniles, bares con una amplia oferta de cerveza artesanal, restaurantes con empanadas y milanesas como plato estrella y oficinas de turismo con carteles de colores a los que sólo los turistas más turistas harían caso. Es como si alguien hubiese juntado a todos los jóvenes del planeta y los hubiese soltado aquí para que gobernaran a su libre albedrío en el último núcleo de civilización antes de llegar a una de las Siete Maravillas Naturales del Mundo.
Con aquel atardecer naranja y rosado, me vuelvo a mi habitación y me cocino la pasta sobrante del primer día. A la mañana siguiente llamo al mismo servicio de transfer y vuelvo a caer rendido en mi asiento del avión. ¡Hasta la vista Iguazú!.

¿Bien y ahora qué?
Argentina no termina todavía. A esta gran aventura le quedan muchos kilómetros más por delante, muchas maravillas más que contemplar y muchos más WOWs que pronunciar, pero eso lo dejo ya para los próximos posts.
Obrigado e até outra vez!