Manresa es una de esas ciudades en las que lamentablemente uno no piensa cuando quiere hacer una escapadita. En mi caso, me habían desaconsejado siempre visitarla; que si es muy fea, que si no hay nada que ver, que si está «muerta»… Al final lo había ido dejando pasar, no tanto amedrentado por mi entorno, sino más bien por falta de tiempo y medios. Sin embargo, la pasada semana se dieron al fin las condiciones perfectas: unas horas libres y un vehículo disponible; así que no dejé pasar la oportunidad, me subí a mi flamante Citroën del año 2005 y puse rumbo a la capital de la comarca del Bages. No sé de qué Manresa estarían hablando ellos pero la que yo descubrí me asombró y cautivó enormemente.
Nada más dejar la carretera comarcal y entrar en el término municipal se pasa bajo un gran puente de piedra, El Pont Vell, que más tarde descubrí se construyó en el siglo XII sobre el río Cardener. Después, enfilé colina arriba (la ciudad se asienta sobre varios cerros) adentrándome en la ciudad en busca de un aparcamiento gratuito. Sin conseguirlo, volví sobre mis pasos y dejé el coche en el parking subterráneo del centro histórico. No sé dónde había leído que Manresa era una de las ciudades más caras de Europa en cuanto a aparcamiento y estaba terriblemente asustado por si no llevaba suficiente dinero para pagar el ticket. Un miedo infundado, sin duda, porque tras tres horas y pico recorriendo el centro de la ciudad, volví ya con la intención de regresar a casa y me alivió descubrir que sólo debía pagar un poco más de 4 euros.

Pero en fin, salí a la calle tras dejar el coche y me puse a caminar. No sabía a dónde iba ni qué me encontraría por el camino, ni siquiera le había echado un vistazo al mapa, yo venía dispuesto a recorrer las calles de la ciudad y a dejarme sorprender. Y vaya si me sorprendí… La primera imagen que apareció nada más salir del parking fue la de la Seu de Manresa, la enorme catedral local y símbolo de la ciudad que se encuentra situada sobre una pequeña elevación antiguamente amurallada. Me acerqué hasta la plaza trasera (aún no habían abierto a las visitas) desde la que se contempla la parte este de la ciudad: el puente de piedra a mi derecha, un grandioso y bello edificio, también de piedra, frente a mí y los típicos bloques de pisos de finales de los 70 a la izquierda. Pero lo que más me llamó la atención fue un mirador situado en lo más alto de una ladera y desde dónde estaba seguro habría unas vistas inmejorables de todo el casco histórico. ¡Tenía que llegar hasta allí!. Antes, bajé hasta el río y crucé el Pont Vell hasta el otro extremo para hacer algunas fotografías, volviéndolo a cruzar de nuevo, ya en dirección al mirador. A mitad de la subida, me encontré sin haberlo planeado en la recargada y majestuosa entrada del edificio que antes había visto y descubrí que se trataba de la Cova de Sant Ignaci, un precioso santuario excavado en la roca de la montaña que tristemente no pude visitar. Seguí mi camino, cuesta arriba, contemplando las coloridas aunque desgastadas fachadas de los edificios. Me quedé sin aliento al llegar al mirador, no tanto por la «escalada» sino por las espectaculares vistas que había desde allí. El tiempo invernal me dio un respiro aquella mañana y me obsequió con un cielo azul cristalino que me permitió disfrutar aun más, si cabe, de aquella imagen de postal. Montserrat, imponente y desdibujada al oeste y Manresa, colorida y esplendida, al este.

El cómo descendí la colina ya es historia. Sólo diré que me topé con una amiga serpiente, crucé una vía de tren y que a veces, de aventurero, se pasa uno. Un rato después me vi de nuevo en el centro histórico y decidí hacer un alto en el camino y entrar en un bar a tomarme un café calentito, porque a pesar del día tan soleado que hacía, el frío nunca perdona en esta ciudad. Estaba literalmente solo en todo el establecimiento, el dueño incluso se sentó en frente mío a leer el periódico. Después recordé que era viernes y todo el mundo debía de estar trabajando. La verdad es que es un privilegio tener toda la ciudad para ti solo. Junto al bar se encontraban los Juzgados de Primera Instancia y la entrada a la catedral. Ya lo he dicho alguna vez, no me apasionan demasiado las iglesias, pero esta vez no podía obviar la oportunidad de entrar. Es tal la magnitud del edificio gótico que estaba seguro no me arrepentiría, y no lo hice, aunque me doliera un poco tener que pagar por ello. Un hombre muy amable me abrió la verja de hierro fundido que daba a un pequeño y encantador claustro techado y me indicó dónde estaba la entrada a la nave principal. Quedé realmente asombrado, no se me ocurre ningún otro adjetivo que pueda describir aquella sensación. No es que la construcción fuera enormemente rica en detalles, ni radicalmente diferente de las otras que ya había visto… pero había algo, una cierta «magia» que me hizo no poder apartar la vista de los imponentes techos abovedados y los preciosos rosetones de colores. Me quedé allí sentado en un banco, prácticamente solo y bajo la influencia de una indescriptible emoción superior a mí… ¿Sería eso lo que los creyentes llaman «fe»? Quizá; el caso es que nunca antes había experimentado una sensación tan cercana a la, digamos, «espiritualidad». Es realmente un lugar espectacular y disfruté cada segundo que pasé en su interior.

Salí de nuevo al exterior y anduve un rato vagando por las estrechas y empinadas calles del casco histórico. Me acerqué hasta el Ayuntamiento, en la encantadora y colorida Plaza Mayor, engalanada y lista para el mercadillo medieval y seguí dirección norte pasando por la puerta de la Oficina de Turismo y después por delante del Pou de la Gallina, fuente de un curioso relato:
Una niña de 14 años escondía una gallina a su madrastra pero esta se le escapó y calló al interior del pozo. El animal murió ahogado y la niña asustada por la posible reacción de su figura materna, suplicó al Santo local, Sant Ignasi de Loiola, que le devolviera la vida y el Santo, apiadándose de la pobre niña, así lo hizo y desde entonces, los habitantes del pueblo beben de las bendecidas aguas del pozo y recuerdan las plegarias de la niña.
Es por historias como esta por lo que me encanta descubrir todos los recovecos de cada lugar. Seguí adelante ya con intención de volver a casa pero me crucé por tercera vez aquella mañana con un grupo escolar que bajaba por la calle transversal y seguía a un guía. Pensé que probablemente venían de hacer alguna visita así que, desechando mi idea inicial, me encaminé hacía arriba. Unos metros más adelante me topé con lo que quedaba de las antiguas murallas de la ciudad y con una divertida iglesia pintada imitando el cielo y las nubes, reconvertida en escuela de arte. Un poco más arriba, estaba la Plaza porticada del Centenario, también preparada para acoger el mercadillo, y la Parròquia del Carme. Creo que nunca antes había visto tantas iglesias por metro cuadrado, todas bellas y todas distintas, grandes, pequeñas, góticas, de estilo popular… y la mayoría dedicadas a Sant Ignasi, que en 2022 hará 500 años de su llegada a la ciudad. Cansado y un poco abrumado por tantos siglos de historia, decidí que ya era hora de volver a casa, así que me dirigí colina abajo y recogí el coche del parking.


Pero aún hay más…
Aunque yo no fui en esta última visita, existe un lugar al que mis padres y mis abuelos solían llevarnos a mi hermano y a mí de pequeños: El Parc de l’Agulla. Un encantador remanso de paz en uno de los márgenes del término municipal. El que fuera un embalse de agua para abastecer la ciudad en caso de emergencia, se convirtió en un tranquilo espacio de ocio especialmente dedicado a familias con niños. Un lago, zonas ajardinadas a la sombra, un parque infantil, un bar… todo lo necesario para pasar un entretenido día con los tuyos y alejarse del barullo de la gran ciudad. Recorrer el camino que bordea el lago en bici, sentarse bajo la sombra de un árbol a jugar a las cartas o simplemente contemplar las fantásticas vistas que hay de Montserrat, cualquier excusa es buena para visitar este escondite natural, disfrutar de la calma que aquí se respira y recargar las pilas antes de lanzarnos a una nueva y emocionante aventura.
