Km 0. Terrassa. Sonó el despertador. Eran las 5 de la mañana. Como todas las noches previas a un viaje, no había podido conciliar el sueño del todo y los momentos que había dormido, lo había hecho intranquilamente. Estaba súper emocionado. Con cualquier otro destino y en cualquier otra circunstancia, hubiera estado igualmente emocionado; pero desde hace meses vivimos en este planeta extraño de Pandemia Global con clausura forzada, aislamiento e incertidumbre y salir finalmente de mi casa para seguir descubriendo el mundo, aunque fuera a tan sólo 300 km de distancia, me hacía inmensamente feliz.
Fuera había empezado a llover y arreció en cuanto salí de casa cargando las maletas. Prácticamente no había llovido en todo el verano y a mí me tocaba mojarme precisamente el único día que hubiera agradecido una temperatura alta y un cielo despejado. La Ley de Murphy supongo.
Mientras arrancaba el motor y salía de la urbanización en dirección a la autopista, mi única preocupación era si mi estimado Citroën C3 resistiría aquel viaje con 5 personas a bordo y sus respectivos equipajes. 15 años y casi 200 mil kilómetros no pasaban en balde y algún aviso sobre su estado ya había ido recibiendo. De hecho, hacía apenas dos semanas que había salido del taller por una reparación en el cambio de marchas y el embrague, un completo vaya. Pero debía confiar en que si había pasado la ITV la semana anterior, todo saldría rodado. No nos quedaba otra. Spoiler alert: salió todo bien.
Km 16. Sabadell. A las seis en punto aparcaba en la puerta de casa de Valentina, la primera compañera de viaje. Después iríamos a buscar al resto del grupo. Habíamos quedado tan pronto porque nos conocíamos muy bien y sabíamos que si quedábamos a las 06:00, no iniciaríamos la marcha realmente hasta una hora después (así fue). Su fuerte no era precisamente la puntualidad. Valentina bajó al portal a las 06:07 y fuimos a por Omar. De camino a casa de Dayana, la cuarta componente, Valentina recordó que había olvidado lo único que NO podíamos olvidar en aquella nueva realidad: la mascarilla. Antes de ir a buscar a Jhosselyn, el último miembro de la expedición, tuvimos que dar pues marcha atrás y volver al inicio. Sabadell tenía apenas 4 km de punta a punta y nosotros ya habíamos recorrido 7 km con tanta vuelta. Sobre las 07:10 y tal y como habíamos previsto, salíamos de nuevo a la Autopista para coger la Comarcal 17 en dirección a Ripoll y de ahí la Nacional 260 hasta nuestra primera parada del viaje: Queralbs.
A las 07:59 empezó el reggaeton. Al parecer soy el único en este universo que piensa que el silencio está infravalorado y para cuando ya llevábamos una hora de viaje, en algún punto de la carretera pasado Vic, el sonido de la conversación entre la copiloto y yo y el desliz de las ruedas sobre el asfalto les empezó a parecer demasiado calmado y tuvieron que conectar el altavoz a todo trapo. Al menos respetaron mi petición de «voto de silencio» hasta las 08:00. Lo siento, soy de los que necesita un poco de paz y tranquilidad por las mañanas. Como buenos latinos, el reggaeton, la bachata y la cumbia, entre otros, nos acompañarían en cada una de las salidas aquella semana. Confieso que la mezcla de Colores o Romeo Santos con la angostura de las carreteras pirenaicas y sus paisajes extremos me resultó bastante estimulante en algunos momentos, aunque también he de decir que he acabado de Bad Bunny hasta el gorro.
Km 139. Queralbs. Tras una pausa para el baño y café en una estación de servicios y un equivoco con el desvío en Ribes de Fresser, aparcábamos en el parking público de Queralbs a las 08:56. La lluvia había amainado, pero a aquella altura permanecía una neblina húmeda que cubría todo el valle y refrescaba el ambiente caluroso de principios de agosto. ¡Qué mejor forma de empezar la caminata! Subimos la rampa de tierra hasta la estación del tren cremallera y seguimos adelante. Lo más común para acceder al Valle de Núria es coger el tren panorámico hasta la cumbre, tal y como habíamos hecho mi familia y yo la primera – e única vez – que estuvimos allí; pero mis compañeras argumentaron que la clave del viaje era precisamente caminar y que debíamos subir andando. Yo me había mostrado reticente durante toda la planificación del viaje porque sabía que era una ascensión bastante dura (y así sería), hasta que me enteré de los precios del cremallera: 25 euros ida y vuelta no eran moco de pavo. ¡Pues a caminar se había dicho!. Dejamos atrás el pueblito empedrado enseguida, previa parada en el baño de un bar e iniciamos el sendero hacia Núria. Hacía literalmente menos de cinco minutos que habíamos dejado el primer cartel informativo avisándonos de las 3 horas y 20 minutos que supuestamente duraba la caminata, cuando nos encontramos otro que marcaba 3 horas. «¿Ya han pasado 20 minutos?» «Esto en una hora lo tenemos» decíamos entre carcajadas.

¡Paaaam! El camino arremetió contra nosotros nada más empezar la ruta con una inclinación de no menos del 6%; aunque por suerte, discurrió al abrigo del bosque por un rato y nos protegió del sol. Yo, por si a caso, me embadurné bien de protector solar porque ya se sabe que a cuanta más altura, más fácil es quemarse. En paralelo, se abría un acantilado que nos brindaba una panorámica espectacular de todo el valle; vistas a las que realmente no habíamos aspirado tan al inicio de nuestra aventura y que nos hicieron olvidar el prematuro cansancio. Un primer y buen augurio de lo que acontecería aquella semana. El bosque terminó precipitadamente y con él se perdió el camino de tierra fácil y seguro. Lo sustituyó una vía pedregosa por la que seguramente no habríamos apostado si la señal de ruta no nos lo hubiera indicado. Continuamos así más o menos 45 minutos hasta que la calzada torció a la izquierda, dejando el margen del precipicio, para introducirse en un escarpado paso de montaña.


Tras un rato escalando y desescalando, el camino nos daba un pequeño respiro y la inclinación se apaciguaba. Empezaba a oírse el rumor del río Núria, que descendía desde el embalse en lo alto del valle y desembocaba posteriormente en el Fresser y este a su vez en el Ter. Un poco más adelante, el sendero continuaba al otro lado cruzando el antiquísimo Pont del Cremal, de un solo arco y construido en piedra. En la otra orilla, un cartel de ruta indicaba que nos quedaban todavía otras dos horas hasta la cima. ¡¿Todavía dos horas?! No se oyó una sola queja pero podía ver en sus ojos que la moral del grupo se había pegado un pequeño batacazo y que algunos se empezaban a plantear para sí mismos si no hubiera sido mejor idea subir en tren. Aprovechamos aquel momento de duda para hacer un alto en el camino y desayunar a la sombra junto a la ribera.



Agradezco todavía hoy aquella pausa porque a continuación nos enfrentaríamos al que probablemente fuera el tramo más duro de todo el sendero: una subida constante que se zarandeaba en zig zag por la ladera opuesta a la vía del cremallera. Y subimos, subimos, subimos y seguimos subiendo… y cuando ya pensábamos que no podíamos subir más, alzábamos la vista, sólo para comprobar que no habíamos subido nada. Por supuesto, al final conseguimos subir, no sin luchar, pero llegamos arriba. Y la verdad, mereció todo el empeño invertido en ello. Desde el mirador se apreciaba como el riachuelo corría por el fondo del cañón ajeno a todo esfuerzo humano. A la derecha, la delgada línea ferroviaria se encaramaba a las paredes de roca grisácea en un increíble equilibrio ingeniero. Incluso más arriba, de lo alto de los picos cubiertos por la neblina, caía una sedosa cascada que parecía golpear la piedra con ligereza y abrirse paso delicadamente entre los pinos, para perderse un poco más abajo, en el armazón pedregoso. Las increíbles vistas frontales del valle nos recordaban, no el reciente esfuerzo, mas lo ínfimo de nuestra propia existencia al lado de la poderosa madre naturaleza y nuestras continuas – y por suerte fracasadas – ansias de coronarla. Nos habíamos quedado realmente sin aliento.


Tras otra pausa, más o menos igual de larga que la anterior, retomamos el camino para afrontar ya el último, que no menos largo, tramo de la ruta. Después del ascenso, el sendero volvía a discurrir en paralelo al río en una suave y progresiva subida que intercalaba pasos a través de la arboleda, segmentos rocosos desprotegidos de vegetación, cristalinos saltos de agua y el traqueteo del tren cremallera, que nos saludaba cada poco tiempo desde el otro lado del Núria. Pese a la «escasa dificultad» de esta última parte y el progresivo descenso de la temperatura por la altitud, avanzamos muy tranquilamente, todos en silencio, absortos en nuestros propios pensamientos. No era difícil reconocer que nos dolían ya los pies y que las mochilas con el agua, los tuppers y la cámara de fotos a la espalda empezaban a pesar demasiado. Yo aprovechaba cada pocos metros para hacer un alto en el camino, con la excusa de beber agua o fotografiar el magnífico paisaje, pero no me quedaba atrás. Algunos de los componentes del grupo habían ido rezagados toda la excursión pero ahora ya empezábamos a perderlos de vista y debíamos parar a esperarlos. Tampoco es que lo lamentáramos mucho. Al rato cruzamos otro puente, esta vez de madera, y el camino continuó de nuevo por el margen izquierdo.



A la entrada del que sería el último tramo de bosque, nos sentamos otros 20 minutos a descansar. Hacía poco habíamos pasado el último cartel de ruta que avisaba de la última media hora de camino, pero aquello no era aliciente suficiente como para seguir caminando. Necesitábamos un descanso antes del sprint final. Pasaban ligeramente de la una del mediodía y empezábamos ya a tener hambre, pero yo no quise comer en medio del camino. Teníamos que llegar al final para celebrar con nuestros tuppers de pasta y arroz y las vistas de todo el Valle de Núria que habíamos superado el primer día y el más duro de todo el viaje. Conseguimos ponernos en pie y sacar fuerzas de donde ya no quedaban para hacer frente a aquella recta final que, como queriéndonos desafiar por última vez, se había vuelto a inclinar. Los últimos pasos los di mirando al suelo y con el sometimiento de un burro que hace girar el molino harinero. Pero cuando por fin alcé la vista y descubrí, al otro lado de la cumbre, el embalse de Núria, el prado, las montañas, la estación de ski y los remolques inutilizados, toda la pena y el cansancio se desvanecieron y una sonrisa cruzó mi cara de punta a punta. Finalmente, todo el esfuerzo, las 5 horas, 7 kilómetros y los casi 1000 metros de desnivel salvados aquel día, habían más que valido la pena. Me quedé de pie un rato, extasiado por el panorama y atento a la reacción de mis compañeros, que empezaban a llegar tras de mí. Todos coincidimos en que el paisaje lo valía absolutamente, pero también en que tardaríamos mucho en repetir algo como aquello.

Mientras el grupo se tendía a echar una cabezadita en el banco de madera junto a la última señal de ruta, Valentina y yo subimos los empinados escalones de madera hasta el Mirador de la Creu d’en Riba, un montículo de piedra desde cuya cima hay las mejores vistas frontales de todo el Valle de Núria y del desfiladero por el que, increíblemente, acabábamos de subir. Permanecimos allí arriba unos pocos minutos, que a mí se me hicieron larguísimos. Valentina aprovechó para llamar a su madre mientras yo sacaba unas cuantas fotos. El aire era fresco, pero no hacía frío. Bajé el objetivo y me quedé mirando hacia el infinito, pensativo pero con la mente en blanco. Wow. ¡Qué bello es nuestro planeta!. No es que no lo supiera ya de antes, pero es para estar agradecido el poder llevarse a casa ese recordatorio en los tiempos que corren. Y todo lo que hace falta para preservarlo es una pizca de nuestra voluntad…

Bajamos caminando tranquilamente hasta a orillas del lago y nos sentamos e un merendero junto a la Ermita de San Gil, construida en el siglo XVII. Por fin, sacamos nuestra merecida comida y también el altavoz, que nos había acompañado en silencio todo el camino y ahora bebía los vientos por reproducir más beats latinos. Comimos vorazmente y dejamos que la conversación fluyera apaciguadamente y se mezclara con el lejano muñir de las vacas, el viento acariciando las cumbres y la charla de los pocos turistas que rondaban aquellos parajes. Sobre las 15:30 nos levantamos de la mesa en dirección a la estación de tren. Finalmente habíamos decidido bajar en cremallera. Todavía nos quedaban un par de cientos de kilómetros hasta Ribera de Cardós, en la comarca del Pallars Sobirà, donde habíamos alquilado una casa para toda la semana y ya no teníamos tiempo – y la mayoría ganas tampoco – de bajar a pie. Entramos brevemente en el austero y apacible Santuari de la Mare de Deu de Núria, hogar de la Virgen de Núria, patrona del Pirineo. Después seguimos hasta la estación, donde nos informaron que la taquilla estaba cerrada y que debíamos comprar los billetes a través de la página web. A las 15:50 subíamos al último vagón y nos sentábamos en ventanilla. Durante los apenas 20 minutos que duró el trayecto de vuelta a Queralbs y mientras reseguíamos a través del cristal todos los paisajes que habíamos tardado toda la mañana en recorrer, continuamos preguntándonos si habíamos acertado en nuestra decisión de subir caminando y bajar cómodamente en tren o, si por el contrario, hubiéramos disfrutado más haciendo los trayectos a la inversa. Subimos al coche sin ponernos de acuerdo.

Km 268. Sobre las siete de la tarde y tras poner a prueba a Azulín (así bautizaron recientemente a mi coche) a nuestro paso por la Molina, llegamos al pueblo de Sort. Apenas había sitio para aparcar, las calles estaban a rebosar de turistas con mascarilla que caminaban alegremente por el paseo, asomándose al Noguera Pallaresa para contemplar la bajada en rafting de los últimos grupos del día. Dos compañeras entraron en el Día para comprar provisiones para la noche y los días siguientes y los demás nos quedamos fuera estirando, charlando animadamente y disfrutando de aquel ambientillo que yo pensaba tan impropio de un pueblo en la montaña.
Km 291. A las 20:38 y con el culo llano y la espalda maltrecha, aparcábamos por fin en el diminuto pueblo de Ribera de Cardós y subíamos la compra y las maletas a nuestro sencillo pero cálido Airbnb. No tardaríamos demasiado en irnos a dormir, cabía descansar para afrontar las aventuras que nos esperaban al día siguiente en las tierras altas del Valle de Arán. Pero eso amigos, ya es otra historia.
Ya tengo ganas de saber más de las aventuras en el Pirineo.
¡Pues atenta que en breve se viene el siguiente!