Cuando hablamos de viajar, a todos (a mi también), nos vienen a la cabeza imágenes de grandes expediciones a la Antártida o el Amazonas, culturas milenarias en lo más recóndito del mundo y playas de aguas turquesas en atolones solitarios… incluso la Real Academia Española define el hecho de viajar como trasladarse de un lugar a otro, generalmente distante, por cualquier medio de locomoción. No es que estemos equivocados, al menos no del todo, pero para mí es algo más. No sé si sabría explicarlo… relaciono mucho viajar con descubrir, y no sólo nuevas culturas y nuevos manjares sino simples detalles, anécdotas, historias, formas de vida… a veces incluso a tan sólo 20 kilómetros de tu casa. El caso es que el otro día hice uno de estos pequeños descubrimientos viajeros: un fascinante pueblo en la comarca del Vallès Oriental llamado Caldes de Montbui.

Es cierto que no me era totalmente desconocido, tantas veces antes había oído el cuento de cómo mi abuelo se quemó la cabeza al intentar refrescarse en una fuente, pero no me decidí a comprobarlo hasta la semana pasada. Me explicaré mejor: Caldes de Montbui se encuentra sobre un manantial de aguas termales y por todo el casco histórico hay surtidores a través de los cuales sale agua a más de 70ºC, algo que si se desconoce se puede salir bien escaldado y de ahí toda la historia familiar. Así, ya conocía yo las propiedades de las aguas locales, pero no la cultura generada a su alrededor, que me pareció realmente fascinante.

Fuente del León

El coche lo dejé en una plaza un tanto alejada del centro y me tocó caminar un poco, pero es un pueblo pequeño y las distancias no son demasiado grandes; enseguida me vi en el casco histórico. A pesar de no ser un lugar, que yo sepa, muy turístico, Caldes está perfectamente preparado para acogerlo en un futuro esperemos no muy lejano. Unas placas informativas con imágenes y representaciones, repartidas por toda la zona, sumergen al visitante en un relato sobre las tradiciones y la historia de la villa y guían su paseo para hacerlo más fácil e interactivo. Yo empecé mi tour improvisado por el centro histórico en el puente románico del siglo XIII – que fue durante siglos una de las pocas puertas de entrada a la villa medieval y anteriormente había formado parte del camino romano que unía la antigua Ègara (Terrassa) y Sentmenat – y fui siguiendo las plaquitas descubriendo el Caldes medieval y su posición estratégica durante la Guerra de Sucesión. Desde aquí, hay dos opciones: reseguir el camino de la riera o caminar por las callejuelas paralelas a ésta. Yo me decidí por la segunda y siguiendo dirección sur llegué a la Plaza de Can Rius, donde se encuentra uno de los antiguos Balnearios locales que fue durante un tiempo uno de los más importantes de toda Europa y se ha reconvertido ahora en un espacio multidisciplinar. Pasando bajo un arco del edificio y cruzando un puente de piedra se llega al Parque de Can Rius, un pequeño remanso de paz junto a la riera. Desde el puente hay las mejores vistas de este lado de la ciudad y se pueden admirar además las preciosas vidrieras de colores del antiguo balneario.

Vistas del puente románico

No me entretuve demasiado allí y seguí mi camino. Otro arco me condujo hasta la plaza principal, la Plaça de la Font del Lleó. No pude contemplarla como se merecía, estaban remodelándola por completo, habían levantado todo el pavimento y estaba todo lleno de escombros y máquinas excavadoras. Aun así, destacaban alrededor el Museo Thermalia, el Hotel Balneario Termes Victòria, el Hotel Balneario Broquetas, el Ayuntamiento, una encantadora tiendecita que anunciaba deliciosos carquiñolis (tuve que contenerme para no entrar) y por supuesto las increíblemente bien conservadas Termas Romanas. Empezaba a entender ahora la importancia de las fuentes termales para el municipio. En uno de los márgenes de la plaza hallé casi por casualidad (en realidad buscaba la salida a la plaza) aquello que le daba su nombre: La Font del Lleó. Llegó entonces el momento del escarmiento… una placa lo avisaba claramente, el agua estaba a 76ºC – si sabemos que el agua caliente de la ducha ronda los 40ºC, imaginad – pero yo, cabezón y «culoinquieto», tuve que meter la mano. Ya os podéis imaginar como acabó la cosa. Después del chamuscón, anduve un poco más por entre las calles del centro y torciendo a la derecha intentando volver a la riera, me encontré en la entrada del Safareig (lavadero) de la Portalera, para mí, la visita más interesante del día. El sitio me resultó mágico y en su soledad acogedor. No me costó nada imaginar a señoras cargadas con pastillas de jabón, lavando todo tipo de prendas y poniendo verde a sus vecinas. Su principal peculiaridad es que aprovechaban – y aprovechan porque aún se sigue usando – el agua caliente de las termas para lavar ya que, según informaban unos letreros, la ropa quedaba más limpia y los blancos más blancos (sí, como el Cillit Bang). Esto es además algo casi excepcional en Europa y me pareció realmente curioso. También comentaban que de la tradición de los lavaderos, habían surgido muchas expresiones catalanas como fer safareig (chismorrear) o fer bugada (confesar). Jamás había oído esas evocadoras expresiones, supongo que debe ser algo ya en desuso, pero ya lo dicen: «nunca te acostarás sin aprender algo más».

Vistas desde el parque de Can Rius
Safareig de la Portalera

Saliendo por el lateral, de nuevo la riera. Paré un momento para contemplar el paisaje y me sorprendió el absoluto silencio que reinaba, sólo roto por unos pocos mayores faenando en las huertas colindantes y el choque de la corriente contra las rocas. ¡Quién diría que estamos en el siglo XXI! Tras ubicarme, decidí dar media vuelta y volver en la misma dirección que había venido, pero esta vez por el camino de la riera. ¿Quién sabe? quizá me había perdido algo… No, no demasiado. Unos metros atrás, bajo el puente del parque de Can Rius había habido un molino, el Molí de l’Esclop, ahora en ruinas, y una placa que informaba sobre su funcionamiento e importancia en la industria termal. Volví sobre mis pasos hasta el Safareig y seguí adelante hasta el edificio quizá más monumental de toda la villa: La Parroquia de Santa María. De nuevo, no soy muy fan de las iglesias, pero ya que había ido hasta allí para conocer más a fondo la historia de Caldes, tenía que entrar. «Sobria» es el adjetivo que mejor la describiría. Lo que casi siempre llama mi atención de estos templos son las vidrieras de colores y la forma en que se filtra la luz a través de ellas. Es muy bonito. Allí, me cautivó en especial la luz de una de las naves laterales. En ella había una talla de no sé qué siglo y unos pocos bancos, y la luz anaranjada lo iluminaba todo creando unas figuras y sombras muy interesantes, fotográficamente hablando.

Nave de la Parroquia de Santa María

Fue una mañana muy instructiva y así se lo hice saber a mi familia al volver a casa. Mi abuelo, profundo conocedor de estos parajes, me dijo que me llevaría a otro sitio cercano para completar mi experiencia calderina. Unos días más tarde, cogimos el coche y recorrimos de nuevo la carretera hasta Caldes. Dejamos el pueblo atrás, o mejor dicho a un lado, y nos acercamos hasta las montañas de Gallifa. Tras 8 kilómetros de curvas e impresionantes vistas, llegamos a la Urbanización del Farrell, que también dejamos atrás. Unas cuantas curvas más y al fin nuestro destino: Sant Sebastià de Montmajor. Cuando digo que aquella «aldea» eran sólo tres casas, una capilla y un restaurante es literal. Esto último no lo digo en tono negativo, es uno de los lugares más encantadores que he visto. Nos sentamos en un banco a comernos un bocadillo y ¡qué paz! El aire, bien fresco por las últimas lluvias de primavera, soplaba y acariciaba las copas de los árboles, los pájaros conversaban entre ellos mediante alegres y apaciguadores gorjeos…

Nos acercamos hasta la plaza principal (de alguna manera tengo que llamarla) donde se encontraban el restaurante y la capilla, que se habían quedado enclavados en otro tiempo. Mi abuelo quiso saber de qué siglo era aquella iglesia y la respuesta resonó sobre nuestras cabezas de la mano de una voz ronca y con un profundo acento catalán. El hombre, que más tarde supimos vivía allí todo el año con su familia y llevaba el restaurante, nos dijo que era del siglo XI y entabló enseguida una conversación con mi abuelo sobre, como no, ciclismo. Yo me escabullí y di una vuelta a la manzana (de nuevo un eufemismo) recorriendo con los dedos los murales centenarios en las paredes de roca. Fue corta nuestra estada allí, pero maravillosa. ¿Cuántos sitios como este me amparará la vida…? ¡Y cuántas ganas tengo de descubrirlos todos! La  lluvia nos sorprendió al salir de un bar en el Farrell y nos metimos rápidamente en el coche para volver ya a casa.

Sant Sebastià de Montmajor

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