Fue una espontánea idea mía visitar este pequeño y encantador pueblo de la comarca del Bages. Noviembre. Domingo por la tarde. Tras pasar todo un fin de semana estudiando decidí que era hora de salir a divertirse un rato y ansioso por estrenar mi recién sacado carné de conducir, llamé a unas amigas y nos pusimos en marcha. Aún me venían de vez en cuando a la cabeza imágenes de cómo una vez, de niño, mi abuelo me había llevado a un parque cercano y al volver a casa habíamos cruzado por la villa medieval y de como deseé que parara el coche y perdernos por las callejuelas de aquel mágico lugar. Así que al recordar aquello, no me lo pensé dos veces y nos pusimos rumbo a Mura. No me costó convencer a mis dos compañeras de viaje, quienes tan ávidas de descubrir y conocer como yo, se apuntaron sin dudarlo un segundo. No me equivoqué. Sus casas de piedra ancladas en el tiempo aún desprendían ese misticismo y sus calles estrechas y empinadas auguraban una tarde inolvidable.

Llegamos poco después de las cuatro de la tarde y aparcamos en uno de los espacios habilitados al borde de la carretera. No habíamos comido aún, así que antes de iniciar nuestro recorrido, sacamos de la mochila nuestros bocadillos de tortilla y salchichas y nos dimos un buen festín. Poco rato después y advertidos por el sol de media tarde que ya empezaba a ponerse, empezamos el tour. Caminamos un buen rato – con la piel de gallina por los primeros vientos de invierno – palpando la historia que desprendían sus muros. Pasamos junto a la imponente puerta de la Esglèsia de Sant Martí y bajo los arcos del precioso paseo Camil Antonietti. No recorrimos sus mil y un rincones en busca de sus muchos atractivos, que bien merecen una visita, sino más bien intentando disfrutar de otra atmósfera y de una paz a la que no estábamos acostumbrados. Allí, perdidos en medio del maravilloso Parc de Sant Llorenç del Munt i l’Obac, nosotros encontramos el sosiego momentáneo que quizá necesitábamos.
Reímos, subimos sus estrechas escaleras empedradas, las bajamos, volvimos sobre nuestros pasos, hicimos fotos, muchas fotos y nos divertimos muchísimo. Nos cruzamos con algunos turistas, dos de ellos franceses, lo que nos dio a entender que el anonimato del pueblo y de sus poco más de doscientos habitantes duraría poco. Esto se confirmó cuando, con los dedos de las manos congelados, entramos en un bar a calentarnos y nos encontramos con todas las mesas ocupadas y con un camarero en la barra, desbordado. Salimos sin tomar nada pero contentos y habiendo disfrutado de una maravillosa tarde. Enfilamos colina arriba, de nuevo, redescubriendo cada esquina, cada edificio, cada puerta y cada ventana, ocultos ahora tras las sombras del anochecer. Volvimos a la carretera, cuando ya el termómetro bajaba de los diez grados y el sol se despedía tras los bosques de pinos y encinas. Sin duda un lugar que no se puede dejar de visitar.

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