Quise hacer una última excursión para finalizar este año 2018 tan increíble de una forma un poco más especial. No tenía nada en mente así que hice un rápida búsqueda en Internet entrecruzando las entradas de los pueblos más bonitos de Catalunya y qué ver y hacer cerca de Barcelona y voilá: Castellfollit de la Roca apareció en la pantalla. No me lo pensé dos veces. Me preparé un tupper con arroz tres delicias, me abrigué bien y me lancé a la carretera…
El pequeño Castellfollit me despistó un poco al llegar. Inicialmente sabía que el pueblo se asentaba sobre un estrecho risco de menos de 1 kilómetro cuadrado, que recuerda fácilmente a las casas colgantes de Cuenca; por eso, imaginé quizá que tendría que dejar el coche en un parking en la zona inferior y subir andando, pero nada más lejos de la realidad. Seguí las instrucciones del GPS al pie de la letra y sobre las 11 de la mañana cruzaba un típico pueblo de carretera cuando una voz femenina me soltó: «ha llegado a su destino». Paré el coche con cara de incredulidad. ¡No podía ser! No había ni rastro de la increíble estampa de postal que había visto en San Google… pero claro, había conducido más de 100 kilómetros y no me iba a dar por vencido tan pronto. Continué a pie y seguí las indicaciones hasta el centro histórico.

Quizá no me había equivocado. Las calles adoquinadas se fueron estrechando poco a poco a medida que caminaba e hice muy bien en seguir adelante. Parecía que en cualquier momento aquellas casas solariegas de piedra maciza empezarían a hablar y a contar historias de guerra, de fiestas, de paz… Y sin quererlo me quedé prendado. La soledad del camino y la luz que creaba divertidas sombras en esas históricas paredes me cautivaron por completo. Seguía sin tener rastro de las esperadas imágenes pero lo que iba encontrando por el caminó resultaba incluso mejor. Llegué sin darme cuenta al final del casco, ya he dicho que era un pueblo pequeño. Detrás de la iglesia, se alzaba un mirador en forma de terraza, desde donde pude empezar a apreciar la forma de la villa. 50 metros más abajo, el río Fluvià regaba los verdes y recios paisajes del Parc Natural de la Garrotxa y un puente de madera a modo de mirador lo cruzaba en su parte más estrecha. Imaginé que desde allí la magnitud del paisaje sería incluso más arrolladora… y no me equivoqué. Volví sobre mis pasos y en la puerta de la iglesia torcí a la izquierda y cogí el sendero zigzagueante que descendía la colina y llegaba hasta el río. Crucé la pasarela de madera y alcé ligeramente la vista. ESPECTACULAR. La montaña de basalto se alzaba imponente en mitad del paisaje y encima, las casas asomadas al vacío parecían amenazar con desprenderse en cualquier momento, pero no lo hicieron. Llevaban allí desde principios del siglo XV y tenían pensado durar mucho más. Y todo el conjunto se fundía a la perfección con el impactante escenario natural a sus pies. Cada piedra, cada árbol y cada salto de agua parecían haber sido pensados especialmente para el lugar y ese romántico clima invernal de Girona lo hacía todo mucho más cautivador. Jamás había visto una mayor y más delicada harmonía entre los paisajes del hombre y la madre naturaleza.

Me quedé admirando un rato tal panorama, tras el cual retomé el camino ascendente de vuelta al pueblo.
Consejo: no os acerquéis demasiado al riachuelo, las piedras del margen resbalan mucho y os podéis caer. Ya os imaginaréis cómo lo sé…
Pero ya lo dicen: cuando uno se cae al río, otra puerta se abre. Gracias al torpe suceso y a mi sucesiva búsqueda de un baño para limpiarme el barro de los pantalones, descubrí que se podía subir al campanario de la Iglesia. Me costó 2 euros y desde luego mereció la pena. Aquellas vistas que había visto en Internet las encontré al final de una estrecha escalera metálica en forma de caracol. Un auténtico y ansiado placer para la vista, que como casi toda la mañana, pude disfrutar a solas. Allí arriba, con un frío viento que soplaba de cara y el cuerpo magullado, empecé a pensar en el arduo y a veces ridículo camino que tomamos para hacer una foto o disfrutar de un paisaje, pero diablos, cuando por fin se alcanza la meta no hay mayor alegría en el mundo.

Aquellos tejados de pizarra rojiza me tuvieron asomado al mirador por más de un cuarto de hora y para cuando conseguí darme la vuelta y volver a pie de calle, ya era la hora de comer. Me dirigí de nuevo al coche, caminando despacio, disfrutando del plácido sol de mediodía y resiguiendo con la mirada los cantos de aquellas delicadas obras de mampostería. Justo antes de abandonar el corazón de Castellfollit, volví la cabeza a modo de despedida. Allí a lo lejos, los ventanucos de madera y sus dueñas rocosas levantaron la vista y me despidieron con un nuevo y dramático tono pardo oscuro. Y justo delante de mí, una pequeña gatería, tendida en un banco desgastado por el tiempo, hacía lo propio con esa imperturbabilidad y elegancia tan propia del felino doméstico.


Pero no me fui, no tan pronto. Mientras subía al coche recordé algo que había visto en el mapa de mi atolondrado navegador. Besalú, otro de los pueblos más bonitos de la región, quedaba allí mismo, a 10 kilómetros, casi podía tocarlo con la punta de los dedos… Y aunque no estaba en mis planes y Castellfollit me había entusiasmado, la visita se me había quedado un poco corta para tantos kilómetros.
15 minutos más tarde aparcaba junto a la antigua muralla de Besalú. Saqué la fiambrera y me senté en un merendero junto a la coqueta iglesia de Sant Martí de Capellada. Comí a solas de nuevo, podía oír los coches pasar y los murmullos de la gente en la lejanía, pero no vi a nadie. En su ausencia, el rumor del Fluvià, a escasos metros de mí, me acompañaba, como también lo hacía un grupo de palomas que discutía por unas migajas de pan unas mesas más allá. ¡Qué paz!
Media hora después me encontraba sobre el puente medieval de Besalú. Las vistas que había desde la famosa construcción arqueada eran soberbias. Se podía intuir perfectamente la disposición irregular de las viviendas en piedra, desde la cima del montículo hasta la rivera, como era costumbre en época medieval. E ingresando al centro histórico a través de su gran puerta porticada, tuve la sensación de haber cruzado un portal al pasado. Si hubiera prestado un poco de atención, creo que incluso hubiera alcanzado a oír el relincho de un caballo lejano o el metal de dos espadas blandiéndose con furia.

Como ya me había ocurrido horas antes, quedé fascinado al instante por la belleza impertérrita que el paso del tiempo había otorgado al centro histórico y dediqué la siguiente hora y media a vagar embelesado por las callejuelas del lugar. Bajé a nivel de río y me quedé observando el ir y venir distraído de los patos sobre las transparentes aguas del Fluvià y el impasible revoloteo de los pájaros sobre el puente. Reseguí las paredes del Monestir de Sant Pere, pasando por delante del Museo de Miniaturas (por desgracia no quedaba ya tiempo para visitarlo); crucé la amplia plaza de Prat de San Pere bajo la desatenta mirada de los últimos visitantes acomodados en las terrazas de los bares aún abiertos; di una vuelta a la iglesia de San Vicente y seguí caminando, pasando por delante del interesantísimo yacimiento romano, para acabar en el mirador principal, de nuevo junto al río.

El sol empezaba a ponerse ya tras los poderosos paisajes de la Garrotxa y yo decidí iniciar mi retirada. Subía por última vez al coche, sintiendo el latido constante de mi mano dolorida, que se había llevado la peor parte en la caída, pero pletórico por haber disfrutado de un maravilloso paseo milenario por dos encantadores pueblos de una de las comarcas más alucinantes de nuestro país.