Me había propuesto a mí mismo como reto, este nuevo año 2019, conocer más a fondo la ciudad de Barcelona. He recorrido la comarca de la Garrotxa (por poner un ejemplo) casi en su totalidad pero a mis 19 años todavía no he visitado la Sagrada Familia (por poner otro ejemplo) y eso había que remediarlo urgentemente… Pero no pudo ser esta vez. En la primera excursión del año, nos decantamos nuevamente por la provincia de Girona. La amiga de una amiga con la que hice muy buenas migas volvía a su país en pocas semanas y nos habíamos propuesto enseñarle el alma y esencia de Catalunya. Bien hubiera valido una visita a la Pedrera pero no pudimos resistirnos: sus vírgenes paisajes de cuento, sus paradisíacas calas de roca y sus deliciosos aromas mediterráneos nos llamaban de regreso como el bosque llama a la lluvia. Aunque esta vez, nos decidimos a explorar su bella capital: la ciudad de Girona.
Nos subimos los cinco a mi coche y condujimos casi dos horas por media comunidad (queríamos evitar los peajes). Jugamos a aguantar la respiración bajo los túneles, escuchamos la radio, cantamos (desafinamos), reímos, durmieron… y poco a poco fuimos recorriendo kilómetros entre infinitos campos de labranza, densos bosques de pino y espectaculares riscos escarpados y lo mejor: completamente solos. Era domingo y el día aun no había empezado para muchos. Adoro conducir así, es una de las formas más románticas que hay de viajar…
Pero cuando sólo quedaban 4 kilómetros para llegar, el GPS me indicó que saliera de la carretera y así lo hice. Ahora comprendo por qué en la autoescuela nos insisten tanto en hacer prevalecer nuestra opinión por encima de la del navegador. Torcimos a la derecha en una rotonda y nos metimos en un estrechísimo sendero zigzagueante. De repente, no supimos ni cómo ni por qué, el marcador de la pantalla cambió: ya no estábamos a 4 kilómetros de Girona sino a 33. Y ya no pude darme la vuelta, era demasiado estrecho el camino, y subimos y subimos y subimos por aquella carreterita hasta que no pudimos subir más. En la cima, aprovechamos para tomar café calentito y desayunar en un bar que había junto a una pequeña iglesia y después; bajamos, bajamos y bajamos hasta que llegamos por fin a nuestro destino. Entre una cosa y otra, aparcábamos en el centro de Girona a la 13:00h, casi dos horas más tarde de lo previsto. Y por si fuera poco, a alguien se le ocurrió decir que lo había hecho a propósito para enseñarles la «Catalunya profunda» así que el cachondeo estuvo echado para todo el día.


Iniciamos nuestro recorrido en la Plaça de la Independència y seguimos hasta toparnos con un ramal del río Ter. Cada vez que escucho su nombre, no puedo evitar reírme al recordar la escena de la maravillosa Estoy hecho un chaval, dónde un fanfarrón Paco Martínez Soria falla la pregunta: «¿Cuál es el río que pasa por Gerona?» «¡El TAR!» grita todo convencido. JAJAJA. Aunque eso es sólo algo mío.
Por lo que sí es bien conocido es por las maravillosas fachadas de mil y un colores que se le asoman, con sus ventanucos y persianas azules y la ropa tendida en sus estrechísimos y vertiginosos balcones. Durante los diez primeros minutos, la fiebre del postureo nos invadió en este rincón y he de confesar que hasta yo me hice alguna que otra foto. Es que aquella imagen era realmente de postal. Entramos después al casco histórico cruzando el Pont d’en Gómez y seguimos subiendo por la Pujada de San Feliu. De fondo, sonaba una maravillosa música de tonos metálicos que iba totalmente acorde con el entramado medieval que se abría ante nosotros. A medida que avanzábamos, el volumen iba en alza y cuando llegamos a la puerta de los extraordinarios Baños Árabes, la descubrimos: una mujer de mediana edad sentada en el suelo tocaba con maestría y encantadora delicadeza un Hang (he tenido que buscar el nombre del instrumento en Internet). Y con aquella melodiosa percusión nos adentramos en la extraordinaria construcción del siglo XII. La entrada nos costó solamente un euro gracias al carné de estudiante. En el interior, una pica octogonal encajada entre columnas y capiteles con motivos florales, arcos de medio punto y ventanucos abovedados, dominaba la sala principal, conocida como apoditerio. Destacaban también la puerta de bronce de estilo árabe y unas preciosas aperturas en el techo, en forma de flor, que dejaban pasar la luz. Acabamos la breve aunque interesante visita en la terraza superior. A la músico se le había sumado ahora un violinista y juntos improvisaban algo que se parecía muchísimo a la música que utilizan en las películas sobre el Antiguo Egipto. Y claro, no pudimos evitar hacer el payasín y bailarla también «al estilo egipcio». Ese video quedará en mi memoria por los siglos de los siglos.


Al lado de los baños, se encontraban los encantadores y fresquitos Jardins de la Francesa, dónde hicimos una parada técnica para comer. Nos sentamos en un escalón y sacamos nuestros tuppers y bocadillos mientras charlábamos animadamente sobre cualquier cosa. Retomamos la ruta media hora después y dimos un volteo por la zona. De interés, los conocidos como jardines de John Lennon, cruzados por la antigua muralla de la ciudad y el bellísimo monasterio románico de San Pere de Galligans.
Retrocedimos y pasamos de nuevo por la puerta de los baños. La pequeña orquestra ya se había marchado. Torcimos a la izquierda y cruzamos un arco de piedra, tras el cual nos encontramos en la Plaça de la Catedral. A nuestros pies, una anchísima escalinata de piedra y mil y un escalones que conducían a la entrada de la espectacular y gigantesca Catedral de Girona. Es posible que se haya hecho más famosa después de utilizarse como sed de rodaje de la archifamosa Juego de Tronos, pero el conjunto impresiona por sí solo. Es sin ninguna duda la joya de la corona de la ciudad (nunca mejor dicho). A partir de aquí, el grupo se separó en dos. No nos decidimos a visitar el interior de la majestuosa catedral, pero una amiga y yo, superamos la escalera y seguimos subiendo por el casco antiguo, sin duda movidos por la curiosidad. La otra mitad se quedó abajo haciéndose fotos. Y subimos bastante. Girona resultó ser una ciudad totalmente vertical, al estilo de otros núcleos medievales que ya había visitado.


Llegamos a lo más alto de la ciudad, a la Caserna dels Alemanys: un bastión del siglo XVII ideado para la defensa de la ciudad en sus innumerables luchas contra Francia. Desde aquí, accedimos a otro tramo de murallas y torreones, desde los cuales había unas vistas realmente impresionantes de todo el centro y sus inmediaciones. La tarde se cernía sobre nosotros y se notaba ya el frío invernal. Había ido todo el día sólo con un jersey fino pero no olvidemos que era principios de febrero. Pasaba más de media hora desde que nos habíamos separado y la otra mitad del grupo empezaba a reclamarnos mediante whatsapps. Nos afanamos en volver pero no podíamos dejar de pararnos pues tras cada esquina, aparecía otro recoveco digno de fotografiar. Aquellas callejuelas de piedra centenaria me tenían totalmente embelesado.

Al fin llegamos al punto inicial, a las escaleras de la Catedral y para nuestra sorpresa, no encontramos ni rastro del resto de amigas. Descubrimos entonces que ante nuestra «desaparición» habían decidido seguir explorando la ciudad por su cuenta y no sólo eso, sino que habían iniciado el mismo recorrido que nosotros dos acabábamos de finalizar. ¡Delirante!. Decidimos pues concretar un punto de encuentro y esperarlas allí. Retomamos el descenso del casco histórico y nos vimos de nuevo en el Ter. Cruzamos esta vez por el famosísimo Pont Eiffel, que no fue construido por el mismo Gustave sino por su empresa. A través de las barras metálicas de color rojo, aparecieron los mismos edificios de colores, con sus ventanas y su ropa tendida, pero bajo una nueva luz radiante de final de día que nos dejó absolutamente encandilados. La foto de portada es justo de ese momento.


Nuestro punto de encuentro: la plaça de la Independència. Acabamos dónde empezamos. Apenas 20 minutos después de llegar nosotros, se nos unieron las otras tres y el grupo quedó completo de nuevo. Cogimos el coche y nos lanzamos a la carretera, pero no de vuelta a casa. Me dejé convencer para acabar el día en la playa. El pueblo escogido fue Blanes. Aparcamos junto al paseo marítimo, ¡bendito a quien se le ocurriese que los fines de semana no funcionara la zona azul!…
Aprovechamos para hacernos una última foto de grupo, quién sabe cuando volveríamos a reunirnos todas esas fierecillas. No tuvimos que esperar mucho a que el sol se marchara, pero en su último aliento nos dejó unas maravillosas luces azules y rosas y una brillante luna creciente que se hacía con el cielo. El frío era intenso a última hora y estábamos realmente cansados de patear durante todo el día, así que decidimos marcharnos.
En el interior de mi cacharrete sobre ruedas, las bromas y tonterías que nos habían acompañado durante el día continuaron. Surgió espontáneamente el enseñar a nuestra amiga extranjera algunas palabras y expresiones en catalán: que si em cago en dena (me cago en todo), que si la mare del tano quan era gitano (la madre que…), que si agafarse una mona de ca l’ample (cogerse una cogorza) o i un be negre amb potes rosses (no te lo crees ni tú)… Todo lo que nos había sucedido aquel día y la ironía y el humor con el que nos lo habíamos tomado, sumado a la belleza de los paisajes que sin embargo habíamos contemplado, nos había llevado a tal estado transitorio de locura y risa eufórica descontrolada que acabamos casi llorando y con la mandíbula desencajada. Esto lo bautizamos cariñosamente, en otra de nuestras ocurrencias, como efecto Girona.

Un rato más tarde y ya un poco más calmados, reseguíamos la carretera de la costa medio adormilados, mientras Maluma, J Balbin, Ozuna, Becky G o Bad Bunny sonaban a todo trapo en el móvil de alguien y acababa así, uno de los días más hilarantes, fascinantes y abrumadores que habíamos vivido durante todo el invierno.
Así, ¿cómo no íbamos a volver?