Era 19 de agosto. Llevábamos 4 días y medio recorriendo incansablemente Dublín y nuestro viaje llegaba a su ecuador. Aún nos quedaban unos cuantos días y unas cuantas aventuras más pero el cansancio empezaba a hacer mella y la ilusión de los primeros días empezaba a disiparse lentamente. Habíamos decidido pasar nuestra última tarde en Dublín lejos del ajetreo de sus calles, en un pequeño pueblo de la maravillosa y salvaje costa irlandesa y aquella mañana, tras visitar la National Gallery, cogimos un tren en Pearse Station con destino a Howth. A medida que nos alejábamos del centro, los edificios de ladrillo y las chimeneas fueron dejando paso paulatinamente a los polígonos industriales y más tarde a los campos de cultivo. No teníamos ganas de hablar de cosas trascendentales así que aprovechamos el tiempo para jugar a las palabras encadenadas. Una madre española y sus dos hijos, sentados detrás nuestro, se nos unieron y nos ayudaron con los animales. ¿Sabíais que hay muchos más animales que acaban por A de los que empiezan por esta letra? Hacia el final, el aire que entraba por una de las ventanas de nuestro vagón se fue cargando de un aroma salado, signo inequívoco de que llegábamos ya a nuestro destino. Howth me sorprendió mucho. Por lo que había leído en Internet, me lo imaginaba como un pintoresco pueblecito de pescadores apenas habitado, pero era todo lo contrario. Las calles estaban abarrotadas de turistas llegados de todas partes y aquel pequeño pueblo situado en una diminuta península del mar irlandés estaba inesperada y maravillosamente lleno de vida.

Lo primero que hicimos fue buscar un sitio para comer. La mitad de los restaurantes servían pescados y mariscos frescos y la otra mitad el tradicional Fish and Chips, sin duda uno de los platos más famosos de la cocina anglosajona que yo me moría por probar desde que lo descubrí en una clase de inglés de mi instituto. Al final nos decantamos por esta opción, bastante más barata que la primera. Nos sentamos en una mesa exterior del bar Leo Burdock’s, la cadena de fish and chips más antigua de Dublín, fundada en 1913 y que había recibido la visita, según su muro de la fama, de innumerables celebrities como Nicole Kidman o Snoop Dogg. A mí, el pescado rebozado me gustó mucho y las patatas fritas me parecieron deliciosas. En cambio y para ser totalmente sincero, a mis compañeras no les gustó demasiado; en realidad no les sentó nada bien y lo acabaron vomitando. Son cosas de la vida, a veces incluso tu plato favorito te puede llegar a sentar mal.
Curiosamente, después del pequeño chasco con la comida, nuestro humor empezó a mejorar e incluso acabamos bromeando sobre lo ocurrido. Seguimos caminando por el paseo marítimo un rato, el aire fresco vino bien para asentar su estómago. Nos dirigimos al este, alejándonos de las casitas de colores situadas frente al puerto. No estábamos demasiado interesados en visitar el pueblo, en realidad la razón de aquella excursión era recorrer la Cliffs Walk o ruta de los acantilados. Al final del paseo, torcimos a la derecha resiguiendo la diminuta y pedregosa línea de playa y tras superar una fuerte pendiente, dejamos atrás el pueblo.

Poco después la calzada se convirtió en un estrecho sendero de tierra y en uno de los márgenes, un cartel algo desgastado marcaba el inicio de la ruta. Los primeros acantilados empezaron a aparecer ante nosotros poco después, espléndidos, salvajes, brutales… Las velas de los barcos atracados en el puerto apenas se divisaban ya en la lejanía. Hubo un momento inicial de euforia durante el cual nos paramos cada 10 metros para hacernos cientos de fotos en distintas poses; era una agradable novedad paisajística tras unos días rodeados de ladrillos y gente, pero una vez «acostumbrados» los ojos a tal panorama, comenzamos (por fin) la caminata. Avanzábamos a buen ritmo, adelantando y dejándonos adelantar por los pocos excursionistas que íbamos encontrando por el camino. Allí estábamos nosotros: solos a pesar de la compañía y lejos a pesar de la cercanía, llenándonos los pulmones con ese aire salobre verdaderamente puro y disfrutando del rugido del mar que chocaba violentamente contra las rocas de los pardos acantilados a decenas de metros bajo nuestros pies. El paisaje se tornó completamente verde, interrumpido en ocasiones por el amarillo de las flores silvestres que crecían a sus anchas a ambos lados del camino, contrastando todo ello con la nebulosidad de un cielo siempre gris. ¡Aquellos eras los verdaderos colores de la Isla Esmeralda!


Anduvimos un rato más por aquella majestuosa senda, quién sabe cuanto tiempo, hasta que de pronto el camino se ensanchó y se abrió sobre los acantilados un abrupto mirador. Nos quedamos momentáneamente paralizados a causa de aquella espectacular imagen de postal: al fondo, un faro de líneas blancas y rojas se alzaba imponente sobre una gran roca en punta y los solemnes acantilados se sometían ferozmente a un oscuro y bravío mar que modelaba los grises peñascos a su caprichosa voluntad. Me senté cerca del borde (pero no demasiado) a contemplar el paisaje mientras el frío viento arremolinaba mi pelo y las gaviotas aullaban sobre mi cabeza. El tiempo pareció detenerse en aquel preciso instante. Solo existíamos yo y el mar. Los visitantes, que momentos antes hacían saltar los flashes de sus cámaras y teléfonos móviles, enmudecieron completamente. Mi respiración se tranquilizó y los pulmones empezaron a dilatarse y contraerse apaciguadamente con la brisa marina. Una sensación de profundo sosiego me invadió y mi espíritu pareció alejarse momentáneamente de la vida terrenal. ¡Qué paz!

La voz de una de mis compañeras, pidiéndome que me apartara para hacerse una foto, me sacó de mi estado catatónico para devolverme a la vida real. Después de aquello, dejamos el camino junto al mar, no nos daba ya tiempo de recorrer la ruta circular que rodeaba todo el peñón. Nos dirigimos al interior en busca de la senda que nos devolvería, una hora y media más tarde, al pueblo. El cansancio y las preocupaciones se los llevó el viento y nuestros problemas se ahogaron en el mar. Nuestro ánimo mejoró y volvió a ser el mismo que al principio del viaje tras aquella exposición a la madre naturaleza irlandesa. Reíamos y reíamos de cualquier cosa mientras avanzábamos lentamente en dirección norte, de vuelta al puerto. Acabamos la ruta justo donde la empezamos, en Leo Burdock’s, (el destino se mofaba de nosotros) así que aprovechamos para ir al baño antes de subir al tren que nos devolvería a la metrópolis. Las hordas de turistas hacía ya rato que se habían marchado y la ciudad volvía al placentero y despreocupado ritmo marinero que yo había imaginado. Nos encaminamos relajadamente hacia la estación de tren mientras el sol marchaba en busca de su merecido descanso y un rato después, la máquina se puso en marcha y el mar, las gaviotas y los acantilados de Howth quedaron atrás para siempre. La noche se cernió sobre nosotros al salir del andén y nos adentramos en las animadas calles de Dublín en dirección al hotel. Había que madrugar mucho a la mañana siguiente, nos dirigíamos a la segunda parte de nuestra aventura irlandesa, rumbo sur, rumbo Cork.
