Aún no lo sabíamos pero lo que acontecería durante la segunda parte de nuestro gran viaje por la Isla Esmeralda pasaría a formar parte de las mejores experiencias de nuestras vidas. 

Día 1.

A las 09:00 del día 20 de agosto subíamos a nuestro autocar de la compañía Aircoach y dejábamos atrás, puntuales como un reloj suizo, nuestra querida y soñada Dublín y los salvajes acantilados de Howth. Nuestro destino: nada más y nada menos que Cork, la segunda ciudad del país y puerta de entrada a las mágicas llanuras del oeste irlandés. Pasamos la mayor parte del trayecto encerrados en nuestros pensamientos, absortos en los verdes paisajes que se desplegaban más allá de la ventanilla o entretenidos con nuestros teléfonos móviles. Cork nos acogió con el ya característico cielo gris irlandés. El autocar nos dejó junto al río Lee y nos apresuramos por llegar al apartamento; íbamos tarde (¿cómo no?) y nuestro anfitrión llevaba ya un rato esperándonos para darnos las llaves así que no pudimos entretenernos mucho admirando el centro de la ciudad. Aún así, lo poco que llegué a entrever mientras arrastraba mi maleta color turquesa me llamó bastante la atención. Su ordenado entramado y sus vecindarios repletos de coloridas casas adosadas me agradaron especialmente.

Saint Fin Barre’s Cathedral, Cork
Barrio de Cork al atardecer

Nos instalamos y cocinamos lo que pudimos encontrar en los armarios de la cocina. Tras la comida, nos acercamos al Lidl a hacer la compra de la semana. El resto del día lo pasamos en el apartamento, acomodándonos y descansando un poco. Queríamos aprovechar el viaje, sí, pero al fin y al cabo estábamos de vacaciones.

Día 2.

Amanecimos con un maravilloso y añorado cielo azul, que milagrosamente se mantuvo todo el día. Desayunamos, nos calzamos nuestras bambas más cómodas (en mi caso, las únicas que había traído) y salimos a la aventura. Aquella mañana habíamos planeado una excursión a Blackrock Castle, una encantadora fortificación medieval enclavada en una pequeña bahía a las afueras de la ciudad. Desde nuestro apartamento y siguiendo el río en dirección este hasta el castillo, había poco menos de 7 kilómetros, una distancia no demasiado alarmante tras todo lo que ya llevábamos andado. Con lo que no contábamos era con el calor que haría a mediodía y con la pendiente del camino, por lo que al final se nos hizo un poco, demasiado largo. Si lo tuviéramos que hacer ahora, seguro que cogeríamos un autobús. Aún así, en cuanto contemplamos a lo lejos aquella desdibujada y bucólica construcción de cuento de hadas abocada al río, nuestro malestar se esfumó de inmediato.

Blackrock castle

A medida que nos acercábamos, aquella maravillosa efigie de ladrillos grisáceos fue tomando forma y agrandándose hasta que arribamos a la puerta principal. Nos adentramos en el interior del castillo y nos sorprendimos al averiguar que sus muros albergaban ahora un observatorio astronómico. Desde luego no se me ocurre lugar mejor para contemplar las estrellas. Incluso, en uno de los costados de la placeta había un meteorito auténtico de tamaño considerable. ¡Alucinante!, nunca había visto uno de tan cerca. No había mucho más que visitar, la fortificación no era tampoco demasiado grande y ya era hora de comer. Nos sentamos fuera, en una línea de césped junto al río y abrimos nuestros amigos tuppers de macarrones sin poder apartar la vista de aquella bella y fantasiosa imagen. El agradable calorcito de aquel mediodía nos abrigó un buen rato y nos permitió incluso echar una cabezadita al aire libre. Después nos pusimos en marcha de nuevo de vuelta a la ciudad. El día aun no había terminado.

Blackrock Castle

Llegamos a la ciudad poco antes de las cuatro de la tarde y penetramos en las verticales calles del centro. Nos dirigimos a Saint Anne’s Church, en el histórico barrio de Shandon, al norte del río. Habíamos leído que era un imprescindible en Cork y fuimos a comprobarlo. No se equivocaban. La capilla no despertaba mayor interés pero la subida al campanario era otra cosa. En la entrada y tras comprar el billete, nos prestaron unos auriculares que nos protegerían del estruendoso y agudo sonido de las campanas, cuyo mecanismo se encontraba a media subida, en la segunda planta. Las mismas campanas que nosotros mismos habíamos tañido en la primera planta unos minutos antes. 8 cuerdas numeradas, una por cada campana, y un libro con distintas canciones descritas como una combinación de las cuerdas permitían a los visitantes componer melodías que resonaban por toda la ciudad. Nosotros tocamos la introducción de la mítica Juego de Tronos y lo que me pareció que era la marcha nupcial. ¡Muy divertido!. Pero lo mejor estaba por llegar. Tras superar unos pocos y extremadamente estrechos escalones, llegamos a la terraza superior, desde la cual había unas vistas espectaculares de toda la ciudad y de sus encantadores tejados de pizarra oscura. Toda una maravilla que no pudimos disfrutar durante mucho rato. El sol comenzaba su retorno a casa y nosotros con él, eran las cinco de la tarde y los monumentos y comercios empezaban ya a cerrar sus puertas.

Campanario de Saint Annes’s Church
Vistas de Cork desde el campanario

De vuelta al apartamento recalamos en St Patricks Street, una estupenda y ancha avenida comercial en el corazón de la ciudad y  nos vimos de repente yendo de tienda en tienda y dejando pasar el tiempo. Nos encontrábamos muy a gusto en aquel lugar, de alguna manera y después de tantos días habíamos desechado la idea de volver a casa. Poco a poco fuimos distanciándonos de aquellas animadas callejuelas y emprendíamos, ahora sí, el camino de vuelta al apartamento. Deambulábamos lentamente, disfrutando de los últimos rayos de sol y hablando relajadamente de cualquier cosa mientras la gente paseaba a nuestro alrededor y las coloridas luces de neón de tiendas y bares se iban encendiendo. Otro increíble día que llegaba a su fin.

Día 3.

Aquella mañana madrugamos muchíiiiiisimo, a las 06:00 todos en pie, pero lo que íbamos a hacer aquel día bien merecía el esfuerzo. Se podría decir que nuestro viaje entero se había organizado pensando sólo en aquella excursión. Íbamos a ver ¡los acantilados de Moher!. Habíamos contratado un tour organizado con Paddywagon. La verdad es que no me gustan las excursiones de este tipo, prefiero ir a mi aire, pero dada la localización de los acantilados, no había más remedio. A pesar de haber salido con tiempo, llegamos corriendo a la parada de autobús y por poco no nos quedamos en tierra (a un hombre que llegó poco después ya no le dejaron subir). A las 07:45 nos pusimos en marcha, rumbo noroeste. Nuestro guía, Jim, un hombre calvo, con gorra y barba (pelirroja) me cayó bien al instante. Es de aquellas personas risueñas con las que podrías pasarte horas y horas hablando. Para cuando abandonamos la ciudad, ya nos había explicado todas las paradas del recorrido y el proceder en cada una de ellas. El resto del día se dedicó a contarnos básicamente la historia del país, las claves de su economía y el origen de las construcciones humanas y de los paisajes naturales que íbamos advirtiendo por el camino, ayudándose siempre de curiosas y divertidas anécdotas (todo en inglés claro). El tiempo perpetuamente cambiante nos deparó aquella mañana fuertes lluvias que zumbaban contras los ventanales del autocar y amenazaban con dificultar la excursión. Por suerte, cuando arribamos a Limerick, nuestra primera parada, cesaron y pudimos disfrutar de un día más o menos apacible.

Castillo del Rey Juan, Limerick

Tras recoger a unos cuantos pasajeros, continuamos nuestro camino. Nuestra próxima parada iba a ser ya en los acantilados de Moher. Estábamos que no cabíamos en nosotros mismos de la emoción, llevábamos días, en mi caso meses, soñando con aquella visita. Tras una hora de conducción por aquellas arduas y angostas carreteras, divisamos al fin la salvaje costa oeste. No se parecía en absoluto a lo que habíamos visto hasta entonces. El verdor del paisaje era incluso más intenso en aquellas latitudes y las praderas se extendían hasta donde alcanza la vista, sólo interrumpidas por pequeñas y encantadoras villas ganaderas. El mar se desataba libre y se encontraba con las vacías playas de roca negra. Era la Isla Esmeralda en su más pura esencia. Poco después entramos en el abarrotado aparcamiento de los acantilados. Descendimos las escaleras del autocar casi corriendo y tras una breve pausa en el baño, nos acercamos al primer mirador. ¿Qué podría decir? No existen palabras para describir la belleza de aquellas inmensas moles de piedra frente al mar. La ilusión nos salía por las orejas y no podíamos parar de sonreír, de corretear como niños y sobretodo de sacar fotografías. La hora y media que nos dejaron para recorrer el sendero de los acantilados no fue en absoluto suficiente. Me encantó cumplir aquel sueño viajero pero no sabría decir si me gustaron más los acantilados o el despliegue de naturaleza que los abordaba a su alrededor. Simplemente ¡espectacular!

Vistas desde los acantilados
Acantilados de Moher
Paisajes del oeste irlandés

Después de aquella maravillosa visita, subimos de nuevo al autobús y continuamos un poco más al norte. Una media hora más tarde, el paisaje cambió precipitadamente y las verdes llanuras se transformaron en un pedregoso paisaje lunar. Habíamos llegado a los conocidos como Baby Cliffs. Por supuesto no tenían la belleza de los de Moher, pero el suelo en roca viva, desprovisto totalmente de vegetación les daba un curioso toque de film de ciencia ficción. Por más que se forzara la vista, no se conseguía advertir más que roca en la lejanía. Las sensaciones de magnitud y soledad eran apabullantes. Además, había que vigilar por donde se pisaba, las grietas abundaban y según nos había explicado nuestro guía, más de uno había perdido dramáticamente su teléfono al tragárselo la tierra. Tras un rato de exploración, volvimos al autobús e iniciamos el camino de vuelta a casa. Paramos, poco después, en un encantador pueblo en medio de la campiña. Era la hora de comer. Nos sentamos en unas mesas de camping, en la terraza de un bar. El sol brillaba en lo más alto y conversamos alegremente sobre lo vivido en aquel viaje de ensueño mientras disfrutábamos de nuestros bocadillos de frankfurt. De postre nos comimos una deliciosa porción de pastel de chocolate que compramos en el mismo bar. Un caprichito que nos supo a gloria. El autobús salió de nuevo a la carretera. Circulamos plácidamente un rato; yo me dedicaba a mirar por la ventana y dejaba pasar el tiempo. El resto de turistas yacían adormilados y un ambiente de tranquilidad reinaba en todo el autocar. De repente, una voz masculina que parecía provenir del más allá rompió el silencio e inició un relato sobre hombres, ninfas y mundos más allá del mar. Jim contaba y contaba pero nadie se inmutó, ¿narraba sólo para mí o es que soñaba despierto? En cualquier caso y por si los paisajes de infarto de aquel día no nos hubieran dejado claro donde estábamos, aquella mágica leyenda nos lo acabó de recordar.

Más tarde realizamos una última parada para estirar las piernas. Recalamos en un apartadero junto a la carretera. Había un pequeño centro comercial y algunos bares, ¡y también un castillo!. Era muy curiosa la imagen.

Castillo en un descanso de la carretera

Tras otra breve pausa en Limerick para dejar a algunos pasajeros, llegamos a Cork. Mientras nos adentrábamos de nuevo en el centro de la ciudad y nos dirigíamos a la parada de autobús, Jim decidió despedirse con una canción. Oírle entonar a la perfección las notas de aquella melodía que no podía ser más irlandesa me hizo darme cuenta de la suerte que tenía por haber podido realizar este viaje y de compartirlo además con dos de mis personas favoritas en el mundo. Fue la guinda del pastel. ¡El mejor día de nuestro viaje a Irlanda!

Día 4.

Llevábamos ya 8 días explorando el país y el noveno iba a ser prácticamente el último. Teníamos sentimientos encontrados. No queríamos irnos, lo estábamos pasando tan bien… pero también echábamos de menos a nuestras familias.

Aquel día lo dedicamos por completo a explorar el pequeño, encantador y colorido pueblo de Cobh. Esta era otra de las excursiones que con más ansia había esperado pues el pueblo lo había descubierto yo unos meses atrás en Instagram e instantáneamente quise visitarlo. Llegamos a la estación de tren prácticamente a mediodía y vagabundeamos un rato por el paseo marítimo. ¡Menuda sorpresa nos llevamos! No era solamente su verdadero encanto lo que atraía a tantos turistas. Aquella villa de apenas 12.000 almas era partícipe y protagonista de muchos de los acontecimientos históricos más importantes y sonados del siglo XX. ¿Sabíais por ejemplo que fue el último puerto de escala del Titanic antes de su trágico accidente? Nosotros desde luego no. Tampoco que los rescatados en el hundimiento del Lusitania tras el torpedeo alemán fueron trasladados aquí o que es el lugar de nacimiento de Sonia O’Sullivan, la más grande atleta irlandesa cuyo récord en los 2.000 metros aún sigue vigente; sólo por citar algunos.

Escultura de Sonia O’Sullivan

Decidimos reposar de tanta historia y buscamos un lugar tranquilo para comer. Reseguimos el paseo hasta salirnos del casco histórico. Nos adentramos en el simple pero conmovedor memorial a las víctimas del Titanic y nos sentamos en un banco frente al mar a degustar una deliciosa ensalada de garbanzos. El viento soplaba pero no hacía frío y nos quedamos sentados charlando un rato más disfrutando de aquella sensación de calma que se da al mezclar la soledad del lugar con un estomago satisfecho y una temperatura agradable.

Después, desandamos nuestros pasos hasta el puerto y continuamos paseando, esta vez en dirección a la parte alta del pueblo. No buscábamos nada en concreto, solo queríamos gozar de nuestras últimas horas en el país. Tras superar una realmente vertiginosa cuesta bordeada por casitas de colores, torcimos a la izquierda y descubrimos entonces a un grupo de jóvenes que se asomaban por encima de un muro. Naturalmente fuimos a ver qué ocurría y sin quererlo la encontramos. Allí estaba: la imagen que habíamos visto en las redes. Las preciosas casitas de colores en diagonal que antes habíamos pasado y detrás, la Catedral de Cobh que se alzaba imponente. ¡Qué increíble postal!

Típica imagen de Cobh

Por supuesto después visitamos la Catedral. No íbamos a dejar pasar la oportunidad de adentrarnos en aquel monumental templo católico… Los rosetones de colores y los detalles esculpidos en piedra me agradaron enormemente.

Volvimos de nuevo al puerto. Teníamos la intención de visitar el museo del Titanic pero todo se quedó en un delicioso helado de mango. Simplemente cambiamos de opinión. Preferimos en su defecto sentarnos en el muelle a disfrutar de aquella delicatessen glacial. No hablamos durante un buen rato. Entramos en una espiral de armonía y nos fundimos con el sigiloso ir y venir de las olas, hasta que de repente entró una videollamada en el teléfono de una de mis compañeras. Era su madre, que preguntaba por nuestro día. La conversación derivó en una serie de anécdotas de los últimos días y acabamos riendo a carcajadas mientras el sol comenzaba su retirada. Un rato después, el tren traqueteaba por última vez y se disponía a entrar de nuevo en la estación de Cork mientras yo miraba por la ventana distraído y veía pasar ante mis ojos todos aquellos lugares y momentos mágicos que habíamos vivido en Irlanda. Y de entre todos ellos, no habría escogido ninguno mejor como final de nuestro viaje.

Vistas de Cobh desde el puerto

Día 5.

Nuestro último día amaneció lluvioso y muy frío. La noche anterior incluso habíamos tenido que encender la calefacción. Imagino que así son las despedidas a la irlandesa. Hicimos las maletas y recogimos el apartamento. Recorrimos por última vez los 3 kilómetros que nos separaban del centro y fuimos a comprar algo para comer. Pasamos nuestros últimos momentos en Irlanda en un McDonalds, ellas comían una hamburguesa y yo un bocadillo que había comprado en el estupendo English Market. A las 14:00h subimos a un autocar en dirección al aeropuerto de Dublín y con los últimos rayos de sol abandonábamos aquel país que tanto nos había dado y del que habíamos acabado  profundamente enamorados.

Bye Bye Ireland!

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