Jacint VerdaguerRossinyol, bon rosinyol,
he sentit la teva arpa, l’he sentida un dematí,
de Vallvidrera a Valldaura,
fent rodolar-hi tos cants,
com perles dintre de l’aigua (…)
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Principios
Tendríamos que alejarnos de las calles de Barcelona para encontrarla. Dar la espalda al Mediterráneo y comenzar a enfilar poco a poco Collserola hasta llegar a Vallvidrera. Allí arriba, en aquel entramado de mansiones modernistas propiedad de celebridades venidas a menos, antiguos indianos, industriales, políticos y nuevos ricos que buscaron refugiarse de los sofocantes veranos de la gran ciudad, hallaríamos nuestra siguiente protagonista: La Font de la Budellera. Apenas una lengüeta de agua, transparente como el día, que expulsada con fuerza por una cabeza de Gorgona en piedra, cae por las escalonadas terrazas del parque huyendo del techo de cristal de Norman Foster y los rieles plateados del Tibidabo. A su alrededor, un paraje siempre verde de robles centenarios, pinos blancos, encinas, cerezos, avellanos y castaños de la India, retienen el origen misterioso de su nombre, todavía por resolver.

La cultura popular nos dice que sus aguas tenían ciertas propiedades curativas, que aún a día de hoy, ayudan a rebajar los males de estómago (de los budells en catalán). La versión «oficial» cuenta que frente a ella existió, hacia 1860, un taller de guitarras que aprovechaba la corriente para ablandar las tripas (budells) de los animales con las que se fabricaban antaño las cuerdas del instrumento. Existe quizás un tercer origen del mito: un anuncio, en la edición del periódico El Diluvio del 4 de diciembre de 1886, que publicitaba una leche de cabra de la propiedad «La Budellera» a un precio de 0,75 pesetas el litro y que se recomendaba para «personas enfermas y delicadas de salud». Quién sabe si sus dueños habrían aprovechado las supuestas cualidades del agua local para vender también la leche o es que el boca a boca habría confundido con el tiempo ambos productos. Sea como fuere, parece que los fundamentos de estas aguas milagrosas estarían irremediablemente unidos a la antigua finca agraria del siglo XVII, que comprendía entonces los terrenos donde se ubica el actual surtidor.
La Belle Époque y el cambio de siglo
Aunque ambas construcciones no entrarían en la escena popular hasta un par de años más tarde. Concretamente hasta el 16 de setiembre de 1888, día en que todas las calles de la antigua localidad de Vallvidrera se engalanarían y colapsarían de mujeres, hombres y niños de todas las clases sociales, que vestidos con sus mejores galas, se reunieron para recibir a uno de los personajes más importantes de la época y de toda la historia moderna: Francesc Pi i Maragall. Ya desde primera hora de la mañana, esperaba en la Rambla de las Flores una muchedumbre impaciente por saludar y aclamar al ex presidente de la Primera República, quien se trasladaría hasta nuestra ubicación en un extenso convoy que interrumpió por completo el tráfico de la ciudad. Aquí, los recibió el pueblo entre disparos de morteros y cantos de la Marsellesa y los acogió en persona don Ernest Bosch, el entonces propietario de la mansión «La Budellera». Los cronistas relatarían al día siguiente, con gran detalle, el fastuoso banquete de cincuenta cubiertos que el señor Bosch había organizado bajo un lujoso pabellón de su propiedad, la cual visitaron acompañados por las distintas comisiones de trabajadores agrarios, que hasta allí se habían acercado para saludar al célebre político. Afirman que, en total, fueron más de dieciséis mil las personas, que reunidas aquel día en la localidad de Collserola, atestaron con alegría todas sus plazas, parques y fuentes públicas.
La división de tierras y los locos años 20
Sería con el cambio de siglo, la pérdida de las colonias, la crisis política y económica y las desamortizaciones estatales, cuando la propiedad cambiaría de manos y el Ayuntamiento de Barcelona se haría con el espacio donde nace el surtidor para convertirlo en un parque municipal. Este hecho coincidiría en tiempo con la inauguración del funicular de Vallvidrera, que a partir de 1906 empezaría a conectar la hasta entonces aislada villa con el centro de la ciudad y permitiría a los barceloneses disfrutar con más facilidad de los bosques de Collserola. Más importante aún, se avecinaba un evento que prometía poner en jaque a toda la ciudad condal y marcar el inicio de una Barcelona más moderna, a la altura de cualquier capital europea: La Exposición Internacional de 1929. Es así que el consistorio decidiría, por entonces, ofrecer el proyecto al paisajista parisino Jean Claude Nicolas Forestier, quien había trabajado para los Duques de Alba en el Palacio de Liria y estaba también a cargo de la urbanización de la montaña de Montjuïc.

La idea inicial, como tantos otros proyectos de la época, no llegaría a materializarse del todo y en 1918, tan sólo un año después de iniciarse las obras, la Budellera volvería a sumirse en el más oscuro olvido. Un extraño hecho, más oscuro todavía si cabe, devolvería momentáneamente a la superficie a nuestra fontana, sólo para sumergirla incluso más en la fantasía y el mito populares…
Abril de 1926. Se había levantado un día tranquilo, corriente como cualquier otro, pero a eso de las tres de la tarde, los vecinos de Vallvidrera oyeron unos aterradores gritos que venían del Parque de la Budellera. Al llegar allí, se toparon con una niña con dos sangrientos cortes en la mano y el brazo y una sombra que huía de la escena con un cuchillo. Aquel personaje, que la víctima y los diferentes testigos no pudieron describir más que como «mal vestido», nunca sería capturado. La policía, alejándose de todas las – aparentes – hipótesis lógicas, descartaría el intento de homicidio para apostar por la intención del individuo de beber de la sangre de la joven, como si de alguna especie de vampiro moderno se tratara. El porqué de semejantes suposiciones es algo que nunca quedó registrado y más allá, pareciera mentira que tales historias de fantasmas pudiesen teñir las apacibles aguas de nuestra protagonista. Sin respuesta al extraño caso y sin más incidentes a la vista, el caño y la casa no volverían a mencionarse en prensa durante algunos años más.
El surrealismo de los años 50 y 60
La guerra civil dejaría paso a los penúltimos dueños de la propiedad: el matrimonio de Woodland «Woody» y Olga Kahler, marqueses de Saint-Innocence, título que habían comprado a una noble francesa en la ruina. Él, empresario americano de alto nivel, y ella, aristócrata rusa; conformaban una de aquellas parejas tan extravagantes y atractivas de la jet set europea de mediados de siglo, que tanto gustaban a gacetistas y columnistas del corazón. Se dedicaban a viajar por el mundo coleccionando arte y caballos y se relacionaban con la flor y nata del mundo del cine, del arte, el deporte y los negocios. Un día, ella le regaló a su marido el caballo que Charlton Heston había usado en la película El Cid y él a ella un Bentley Mark VI, decorado con cuero negro repujado a mano y detalles chinos realizados en pan de oro, con el que ambos se paseaban asiduamente por Barcelona. Pero no sería hasta un poco más tarde, a mediados de los años 50, cuando conocerían la existencia de dicha mansión. Fue en una fiesta organizada por la Unión Internacional de Vegetarianos (de la que eran miembros fundadores) en el Hotel de Vallvidrera. Se quedaron entonces tan prendados de la casa, que la compraron casi instantáneamente y se mudaron enseguida con todos sus caballos, sus dos panteras negras y su boa constrictor llamada Zoa. Se dice que, al poco, se convertirían incluso al catolicismo y se casarían en una velada privada en la misma capilla de la finca. Pero con todo y con eso, los Kahler no tendrían mayor relevancia para nuestra historia si no hubiera sido por su estrecha relación con otro de aquellos personajes que tanto dieron de qué hablar en el siglo pasado: Salvador Dalí.

Según cuentan, los tres se conocieron en un club de París y su amistad se afianzó todavía más cuando le mostraron al artista su glamuroso automóvil de diseño, el cual describiría como «una pieza de arte, única en el mundo». El señor Kahler añadiría más tarde, entre risas, que Dalí y él eran dos de las personas más presumidas del mundo y que por ello se habían hecho tan amigos. Sería a partir de entonces, cuando el pintor empezaría a pasar temporadas abstraído en la Budellera, donde además asistiría como invitado especial a los múltiples y suntuosos eventos del matrimonio. Fue, de hecho, durante una de estas grandes soirées en la privacidad de Vallvidrera, donde presentaron a Salvador y a la vedette Amanda Lear, su desde entonces amiga y – dicen que – amante, quien a partir de 1966 acompañaría al pintor en sus apariciones públicas, más incluso que su esposa Gala. Para nuestros adentros, no nos cuesta nada imaginar a Dalí y a su -posible – nuevo affaire, aprovechando el hedonismo y la frescura del entorno de la Budellera para sus encuentros a solas, o quizás acompañados de los Kahler; pero seguro que bajo las más que atentas e indiscretas miradas de los vecinos barceloneses que por allí iban a pasar el día. Puede que alguno de aquellos encuentros sirviera incluso como inspiración al artista para componer alguna de sus últimas obras en vida. ¿Quién sabe? Lo que sí se conoce es el famoso autómata del mono con el dedo alzado, que Dalí regaló a Olga por su hospitalidad y que más tarde el señor Kahler vendería a un anticuario de la ciudad, junto a muchas otras piezas de la propiedad barcelonesa.
Los herederos del compás
De aquellas alocadas veladas regadas con champán, música en directo y paseos a la luz de la luna, ya sólo nos quedan algunos ecos desdibujados. La estatua del peregrino con el rostro del señor Kahler que señalaba la entrada de la casa (otro regalo de su mujer), todavía se yergue en el cruce entre la finca y el camino de acceso a la fuente. Hace unos años que quedó manca. Probablemente un acto de vandalismo al azar, pero también un constante y simbólico recordatorio del paso del tiempo, pues demuestra que hasta las efigies más recias pueden perder su firmeza. El bullicio de los paseantes ha sido substituido igualmente por el silencio del bosque, el canto de los pájaros y el constante chapoteo de la Budellera. A esta, le ha crecido una barba de moho que nadie parece querer recortar y le han grafiado varios tatuajes contra su voluntad. La maleza crece ahora salvaje por todo el parque, se cuela entre las grietas de piedra y se esparce sobre los escalones del paseo. Mas con todo, «abandono» no es la palabra que utilizaríamos para describir el aura alrededor de nuestra fuente.


Nostálgica o mágica quizás. Todavía misteriosa, sin duda, pero sobre todo presente. No podría dejar de mirarla uno con cierta envidia o curiosidad, pues pese a todo lo sabido, no alcanza a comprender de cuánto y cuántos ha sido testigo aquel simple caño de agua.
«Buscad todas las pistas escondidas», apunta el jefe de los boyscouts que por la zona hacen maniobras. «¿Dónde estarán?» se preguntan ellos, palpando las cicatrices de la pared. Más allá, una pareja de cabellos grises y elegantes trajes satinados pasea de la mano y sonríe. «¿Recuerdas como éramos…? Todo ha cambiado tanto…» Pero este narrador sabe que cuando den media vuelta y desanden su camino, la fuente permanecerá, absorbiendo nuevas historias como lo ha hecho durante más de dos siglos.
Y atrás queda ella, murmurando, mientras él vuelve también a casa. Igual que la mansión, que sigue en pie, como si nada. A través de la cancela sólo se alcanza a ver una virgen de piedra naranja, con su hijo en brazos, apoyados en el suelo junto a un árbol. Se oye también a los jardineros trabajando en el patio trasero. O quizás sean los nuevos dueños. Él sabe quiénes son, pero no ha conseguido conversar con ellos. Le hubiera gustado preguntarles sobre todas las historias que había hecho emerger; si las conocían y si se sentían orgullosos de preservarlas entre sus muros. Nunca lo sabrá. Mientras se aleja, sólo oye el repiqueteo del agua y el canto de los ruiseñores.

Este es un extracto del libro Fuentes de Historias. Crónicas de agua (Editorial Acidalia, 2022), un trabajo en conjunto de los alumnos del Máster de Periodismo de Viajes 2022 de la Universitat Autònoma de Barcelona. Este texto corresponde al primer capítulo del libro escrito por mí mismo.