Llega un momento en todo periodo de vacaciones que uno se aburre de no hacer nada e irónicamente tampoco se le ocurre qué hacer. Las horas se vuelven tediosas y pasan por delante de tus narices sin que te des cuenta. Llega el final del día sin que apenas te hayas movido del sofá para sentarte a la mesa a comer. Esto me ha pasado durante estas primeras vacaciones de invierno en la universidad, que se han alargado hasta mediados de febrero por motivos que aún no alcanzo a comprender.

En cualquier caso, al final decidí que era hora de dejar de hacerme el remolón y aprovechar el  tiempo libre que tenía para hacer alguna excursioncita improvisada y continuar descubriendo esta Catalunya que tanto adoro. Calella de Palafrugell fue el destino escogido. Cabe decir que mis dos inseparables compañeras de viaje me estuvieron presionando para que fuéramos a la Molina, mucho más en línea con la época del año, pero mi estupendo Citroen C3 acaba de cumplir los 13 años y no estaba dispuesto a que nos quedáramos tirados en alguna angosta carretera de montaña o que nos sorprendiera una fuerte nevada. En resumen, madrugamos y pusimos rumbo a Girona. Parecía que el universo nos estuviese escuchando porque nos encontramos con un día deliciosamente caluroso impropio del mes de febrero y ni un alma en toda la autopista. Llegamos a Calella en poco más de una hora. Cuando por fin pisamos la fina y dorada arena de la playa, quedamos pasmados por el cristalino color de las aguas y la belleza del blanco conjunto de casas que se amontonaban frente al mar.

Calella de Palafrugell

Un lugar de ensueño, y que a diferencia de muchos otros destinos de playa, no ha caído en el error de construir mil y un hoteles que destruyan su estética. Simplemente, un pequeño pueblo de pescadores, que aun habiéndose equipado para satisfacer al visitante, conserva esa sencillez de otro tiempo. Recorrimos el precioso paseo marítimo impregnándonos de todos esos maravillosos olores y sonidos veraniegos que tanto añorábamos: la humedad salada, el vaivén de las olas, el marisco fresco servido en las terrazas, la risa de los niños corriendo por la estrecha línea de arena, el aullido de las gaviotas que volaban sobre nuestras cabezas… Y así anduvimos un buen rato, haciendo una foto aquí y allá, subidos a esta o aquella roca, riendo a carcajadas por una cosa u otra… pero sin poder apartar la vista de tan esplendorosa postal. Era por todo… las barcas de colores que reposaban sobre la arena, la mezcla de fachadas blancas y tejados rojos, el resplandeciente sol de mediodía… quedé totalmente prendado de tal paisaje.

Barcas frente a la playa

Al cabo de un rato decidimos sentarnos en un bar para descansar y tomar algo (y sobretodo para poder ir al baño ya que no hay ninguno público en todo el pueblo). No nos salió precisamente barata «la broma». Ya se sabe, no existe aquello de «bueno, bonito y barato»; sentarse en una terraza a escasos metros del agua tiene un precio, pero sin embargo y por primera vez – puede que sea verdad aquello que dicen de que los catalanes somos un poco tacaños – creo que mereció la pena. Se estaba tremendamente bien al sol, con una refrescante bebida en mano y el mar a dos pasos de distancia. Tras la pausa, nos pusimos en marcha de nuevo. Pasamos bajo los arcos que cubren una parte del paseo y seguimos dirección oeste, dejando atrás las playas de les Barquetes y d’En Calau y subiendo la cuesta, con la Platgeta a la izquierda, hasta la Punta dels Burricaires. Un curioso nombre para el mejor mirador de todo el pueblo. Desde ese punto había unas vistas inmejorables de todo el vecindario y de sus azulísimas playas. Me hubiera quedado todo el día allí admirándolas.

Calella de Palafrugell desde la Platgeta
Punta dels Burricaires

Desandamos nuestros pasos en dirección a la playa, adentrándonos esta vez en las estrechas y absolutamente vacías calles del interior. Atajamos por estas, pasando por la parroquia municipal hasta el coche, en busca de nuestra comida. Nos sentamos en la arena de la playa Canadellmás retirada y tranquila que las demás, y abrimos nuestros ya casi inseparables tuppers de colores. Bajo el paseo – del mismo nombre que la playa –  hay unas curiosas y misteriosas portezuelas de colores que dan directamente a la arena. Un indiscreto vistazo a través de las que estaban abiertas nos hizo pensar que debían ser casas independientes o sótanos de las casas construidas sobre el paseo. Uno de los dueños había sacado una mesa plegable y comía con su familia hablando y riendo, ajenos a las miradas de los pocos turistas que por allí rondaban. ¡Qué lujo! y ¡qué envidia!, no me importaría para nada vivir así. Tras la comida y aprovechando que el sol aun picaba fuerte, nos tumbamos en la arena a echar una cabezadita; yo, inquieto por naturaleza, no pude relajarme mucho rato y decidí meter los pies en el mar, olvidando por un segundo en qué época del año estábamos. Di un respingo casi inmediato después de que la helada agua me rozara los pies y me mojara el dobladillo de los pantalones y me separé corriendo de la orilla. Sólo se me podía ocurrir a mí…

Paseo Canadell

Una hora, quizá dos… no sé cuánto tiempo estuvimos allí medio tumbados en la arena, cada uno absorto en sus pensamientos. ¿No podían ser todos los días así? Supongo que al final se acabaría perdiendo la magia… Hacia las cuatro de la tarde decidimos regresar a casa, exhaustos pero con las retinas llenas de preciosas imágenes de aquel pueblo del Baix Empordà que quedará para siempre guardado en nuestra memoria.

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