La última jornada de nuestro fantástico viaje por Las Cinque Terre la dedicamos a recorrer Porto Venere, esta diminuta población vecina al margen del Mediterráneo, que es por muchos considerada como la sexta tierra. Lo cierto es que decidimos incluirla en nuestro itinerario, sí que considerando su buena reputación, pero tampoco con excesivas expectativas y pretensiones. Al fin y al cabo, veníamos de vivir tres ESPECTACULARES días en uno de los parajes más singulares y bellos que habíamos visto nunca y pensábamos que aquello iba a ser dificilísimo de superar.
No habíamos contado con que Porto Venere jugase la baza del factor sorpresa… y es que acabaríamos dándonos cuenta de que, pese a satisfacer por completo todas nuestras expectativas, a Monterosso, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore les precedía su enorme fama, mientras que su hermana pequeña era algo más desconocida para el turismo de masas y no gozaba de la misma viralidad en Redes Sociales.
Así, aquel pequeño pueblo costero de la región de Liguria, nos recordó cuan satisfactoriamente sorpresivo podía ser el camino del viajero y terminó de poner la guinda a un pastel que ya se había convertido, hacía tiempo, en nuestro predilecto…

Comenzamos el día, pues, de vuelta en el puerto de La Spezia, tras devolver las llaves del apartamento y habiendo dejado las maletas en una consigna frente a la estación de tren. Durante buena parte de la semana, habíamos considerado ir hasta Porto Venere en autobús, mucho más barato e igual de «rápido» que en barco; pero en el último momento decidimos optar por el transporte marítimo ya que, narices, sólo se vive una vez y la experiencia bien valía el desembolso. Podéis consultar todos los detalles en la página oficial del Consorcio Marítimo Turístico, aunque tendréis que comprar las entradas directamente en el stand del puerto (no se pueden comprar los tickets de un día para otro, sólo para el mismo día).
A las 10:45 zarpamos y en poco menos de media hora ya estábamos en Porto Venere. La primera imagen que uno se lleva del pueblo, es la más célebre de todas y no es para menos: frente a la pequeña bahía de cristalinas aguas turquesa, donde atracaban pequeños (y no tan pequeños) barcos de recreo, se levantaba una fila de estrechos y altos edificios multicolor, cuyos bajos ocupaban refinados restaurantes de marisco fresco, en uno de los cuales acabaríamos comiendo nosotros más tarde aquel mismo día. Tras ellos, se elevaba una pequeña colina que dominaba toda la zona y en la cumbre, una fortaleza de piedra grisácea cuyo nombre todavía desconocíamos. Por lo pronto, reseguimos el paseo marítimo y nos sentamos en las rocas del espigón a desayunar un poco, a ver los barcos pasar y los niños disfrutar en la improvisada playa de rocas. La noche anterior lo habíamos empacado todo dentro de la maleta y dejamos fuera sólo lo imprescindible para pasar el día y subir al avión de vuelta a casa; no se nos ocurrió sacar un bañador y una toalla por si a caso, como habíamos estado haciendo durante todo el viaje. Y en aquel momento maldijimos nuestra falta de previsión, aunque no sería la única vez aquella mañana.
En cualquier caso, seguimos paseando y llegamos al final del pueblo. Sobre otra colina de piedra se levanta la coqueta Iglesia de San Pedro, consagrada en 1198 y construida en estilo gótico genovés sobre los restos de un templo paleocristiano del siglo V. Pese a que su fachada bicolor y su acogedor interior tienen atractivo, el templo en sí mismo carecería de mayor interés si no fuera por su privilegiada localización. Y es que desde su terraza superior, se tienen unas impresionantes vistas del calmado Mediterráneo envolviéndonos a ambos lados, del conocido como Golfo de los Poetas – o Golfo de La Spezia – y del archipiélago Spezzino, tres islas justo en frente de la ciudad que configuran el Parque Natural Regional de Porto Venere.

Pero si hay algún rincón en Porto Venere que opaque al resto de lugares de interés, este será sin duda La Grotta dell’Arpaia, más conocida como Gruta de Lord Byron. El famoso poeta inglés pasó varios años recorriendo Italia a principios del siglo XIX y en una de estas, pasó por Porto Venere. La historia cuenta que, tan loco él, decidió visitar a su amigo Percy Shelley en Lerici, al otro lado de la bahía y no se le ocurrió otra cosa que hacerlo a nado (casi 7 km). Hoy, una placa conmemorativa a la entrada de la gruta recuerda su increíble hazaña. Tampoco es muy difícil imaginarse por qué el autor gustaba de «meditar» en aquel lugar, (aunque quién sabe cuánto meditó aquella idea): Tras cruzar un arco de piedra, unas escaleras llevaban hasta una improvisada cala de rocas, desde donde los intrépidos bañistas se adentraban en las aguas más cristalinas que jamás habíamos visto. A su derecha, ascendía un enorme precipicio rocoso cubierto de vegetación, sobre el que se levantaba aquella construcción defensiva que ya habíamos visto desde el puerto. A nosotros no nos quedó más remedio que admirar la escena con envidia desde uno de los balcones naturales y saludar a las gaviotas que sobrevolaban la playa. Acordaos, en caso de que no hubiera quedado claro, de ¡llevar bañador!


Tras un rato de increíbles vistas al mar y un poco de autocompasión, me levanté con el propósito de seguir descubriendo la pequeña villa marinera. Roser no se encontraba muy allá aquella mañana y prefirió quedarse sentada en la Gruta. Yo torcí hacia la izquierda y me encaminé hacia el casco antiguo. El calor se había intensificado de nuevo aquella mañana y me costó realmente remontar las mil y una escaleras hasta la cima de la montaña para visitar finalmente la fortaleza. Antes, por eso, recalé en la puerta de la preciosa Iglesia románica de San Lorenzo, la segunda más importante de la villa, pero la más antigua de todas. Fue erigida en 1098 por los genoveses, sobre lo que se cree eran las ruinas de un antiguo templo romano dedicado al Dios Júpiter y se restauró en el siglo XVI, tras varios ataques aragoneses y un devastador incendio. Ahora su fachada de color gris y blanco y su torre del campanario descansan plácidamente en la vertiente sur de la colina, con aventajadas vistas a la bahía y a las vecinas costas de La Spezia.


Unos cuantos pasos más arriba y me hallé, por fin, a la entrada de la fortaleza. Fue entonces que descubrí también su verdadero nombre: Castello Doria. Su origen, sin embargo, es todavía incierto, los estudios arqueológicos no han podido demostrar si fue construido desde cero por los genoveses o si bien se aprovecharon los restos de un antiguo castillo bizantino; pero lo que sí se sabe es que jugó un papel importante en las continuas disputas territoriales de las Repúblicas de Pisa y Génova en los siglos XII y XIII. Al final, pasó a formar parte definitivamente de esta segunda y en el siglo XV, se decidió derribarla por completo y reconstruirla siguiendo los cánones de la época, aunque no sería hasta el siglo XVII que tomaría su imagen actual.
Aquel día, por eso, la enorme edificación almenada permanecía completamente vacía, desprovista tanto de mobiliario, como de turistas que lo recorriesen; y es que la mayoría se había quedado abajo, junto a las claras aguas del mar de Liguria. Yo me deslicé escaleras arriba hasta la terraza superior, provista con una especie de escenario donde se celebran distintos actos culturales así como casamientos. Desde allí, se obtenían además las mejores vistas panorámicas de todo el pueblo a las faldas de la montaña, de las islas Spezzino colocadas justo en frente y de la Iglesia de San Pietro, que ahora parecía tan lejana en la distancia. Y desde la muralla trasera, se divisaba perfectamente la preciosa costa del Golfo de los Poetas y de la vecina Lerici, que desgraciadamente no tendríamos tiempo de visitar.



Una vez finalizada la visita, desanduve mis pasos colina abajo, de vuelta a la Gruta y en busca de Roser. Hacía algún rato ya que habíamos pasado el mediodía y se acercaba la hora en que teníamos que coger el ferry de vuelta a La Spezia; así que fuimos a buscar un lugar donde tomarnos nuestra última comida del viaje. ¡Y menuda última comida! Nos sentamos en la terraza del Ristorante Portivene, junto al puerto, donde una encantadora camarera con un perfecto español nos sirvió unas deliciosas ostras de Porto Venere (la primera vez en la vida que comía ostras) y unos ESPECTACULARES spaghetti carbonara con dorada fresca que me volaron la cabeza. Al final, reconozco que la cuenta subió mucho – muchísimo – más de a lo que Cinque Terre nos tenía acostumbrado y de lo que hubiésemos querido pagar, pero ahora mismo no se me ocurre un final mejor para uno de los viajes más especiales que he tenido la suerte de realizar en los últimos años. Portivene, recomendadísimo.
Tras el atracón, nos deslizamos hasta el muelle principal, donde nuestro barco ya nos esperaba para llevarnos de vuelta a La Spezia; allí recogeríamos las maletas y tomaríamos un tren con escala hasta Florencia y desde aquí un tranvía hasta el aeropuerto. Atrás, quedaría la dulce Porto Venere, con sus fachadas de mil y un colores, sus cristalinas aguas de color turquesa, su fascinante historia militar y su sabrosísima gastronomía mediterránea. Más allá, Las Cinque Terre se despedirían con su pose altiva y su inamovible belleza y nosotros, echaríamos la vista atrás para rememorar todas esas anécdotas en una tierra que había quedado, ya por siempre jamás, unida a nuestros corazones.

¡Ciao Porto Venere, Ciao Liguria, arrivederci Cinque Terre. Confío en que volvamos a vernos muy pronto!