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Verano de 2017. Valentina, Dayana y yo acabábamos de terminar nuestros estudios de bachillerato y para celebrarlo, decidimos realizar nuestro primer viaje en solitario a París. Yo ya había visitado la capital francesa con anterioridad, así que desempolvé todos mis conocimientos y mis mejores recuerdos de la que siempre había sido – y todavía es – mi ciudad favorita del mundo, para organizar una ruta «clásica» a través de sus románticas callejuelas empedradas y sus monumentos más fotografiados. En dicho «planning» incluí a los cinco parisinos más famosos: La Torre Eiffel, la Catedral de Notre-Dame, el Louvre, la Basílica del Sagrado Corazón y el Arco del Triunfo. También anoté algunas experiencias «extra», que creía, todo el mundo debía disfrutar en una primera visita a la ciudad de las luces, como un trayecto en bateau mouche, un picnic en Champs de Mars, un paseo por Montmartre o una comida en el Quartier Latin. Todo un recorrido por los básicos indispensables y más turísticos que nuestra amada París acostumbra a ofrecer a los primerizos, en sus usuales 4 días de viaje. Sin embargo, y es aquí donde comienza nuestra historia, yo decidí reservar para nuestra última mañana en la ciudad, una visita que si bien no alternativa del todo, ni mucho menos un secreto bien guardado, sí se salía de la gran mayoría de rutas tradicionales: las Catacumbas de París.
A finales del siglo XVIII y al igual que muchas otras ciudades europeas, París afrontaba grandes problemas de espacio y salubridad; la Revolución industrial estaba incrementando la población urbana en detrimento de la rural y la ciudad necesitaba expandirse hacia las afueras. A causa de ello, los cementerios amenazaban con desbordar y era imperativo encontrar una solución inmediata. Finalmente, las autoridades locales propusieron trasladar todos los cuerpos a las antiguas canteras subterráneas en la Plaine de Montrouge, que se habían estado utilizando desde época romana, pero que ahora habían quedado abandonadas. Y así, desde 1785 y hasta 1860, se fueron evacuando sucesivamente los restos hasta su nueva localización. Aunque no «satisfechos» con ello y viendo el enorme interés que despertaban las Catacumbas halladas en Roma, de las que estas obtienen su nombre, decidirían abrirlas al público y desde 1809, millones han sido los visitantes que han recorrido las galerías subterráneas de París.

Yo, lo cierto es que no sé exactamente porque decidí incluirlas en nuestra ruta, si es que alguien me las recomendó o lo vi en algún documental… Lo que sí recuerdo es haber leído sobre ellas en «Revolución» de Jennifer Donnelly. En un momento de esta novela, la protagonista es invitada a una fiesta clandestina en uno de los túneles bajo la ciudad y acaba perdida entre ratas callejeras y huesos carcomidos. La escena es descrita como increíblemente sofocante y angustiosa, pero aun así, confieso que todo ello me despertó una indescriptible fascinación, que sino morbosa, definitivamente impulsó nuestra visita.
Y es que para lograr ese ambiente obscuro, que incrementara todavía más el interés de los visitantes, el inspector de canteras Héricart de Thury decidió disponer los restos óseos de los fallecidos, ya en 1810, de forma ordenada siguiendo las líneas de las paredes y amontonados de manera que creasen figuras, columnas e imágenes murales. Según la página web, era su intención dotar al espacio de «una visión museográfica, monumental e incluso educativa». Ciertamente, hoy en día sería impensable tratar los huesos de miles de fallecidos de una forma, quizás tan banal e irrespetuosa para con sus legados y sus familias; pero, a pesar de todo, ese interés por lo «macabro», por la muerte y por lo oscuro, permanece. Es en este espacio donde entra en juego el conocido como dark tourism, que pretende dar a conocer todos esos destinos marcados por la tragedia y que tiene en París un alto objetivo, porque de bien seguro no habrá lugar turístico más «dark» que este osario subterráneo. Y si cabe plantearse cuál es la razón del ser humano para sentirse tan atraído por todo ello; en las Catacumbas todo visitante se enfrentará irremediablemente con la muerte, con sus principios morales y con su capacidad para asimilar que, al final, es natural sentir curiosidad por todo lo que nos es desconocido.

Pero más allá de por los restos humanos en sí, el lugar se ha visto continuamente sumido en el más tenebroso misticismo debido a la gran cantidad de bulos, mitos urbanos, historias y cantinelas que se han contado sobre el subsuelo de París y que han acrecentado todavía más su intriga y fascinación. Y si bien desde 1955 el acceso libre es ilegal y está penado con una multa, todavía hoy son cientos los casos de personas que utilizan alguna de las «entradas secretas» de los más de 300 kilómetros de túnel, para colarse a merodear o incluso a montar fiestas clandestinas (como en la novela), rituales satánicos o cualquier otra actividad de dudoso carácter. Y por desgracia, también son muchos los que lo han intentado y se han acabado perdiendo en la red de galerías durante varios días, hasta ser encontrados por las autoridades.
Por eso, si vosotros tenéis la intención de realizar la visita y de hacerlo de forma completamente legal y respetuosa (no hay otra forma), deberéis acercaros a la Place Denfert-Rochereau, en el decimocuarto arrondissement, donde abre el único acceso para visitantes. La estación de metro de Saint-Jacques se encuentra a unos cien metros de la plaza y por ella pasan también varias líneas de autobuses. Os dejo el link a su página web con toda la información práctica, así como al portal de compras online. Normalmente ya lo recomiendo, pero en este caso es prácticamente imprescindible que adquiráis las entradas con anticipación porque, aunque cueste creer, las colas que se arman en la entrada de las Catacumbas son extensas. Nosotros estuvimos 4 horas de reloj esperando y por poco no perdemos el vuelo de regreso a casa. Nos dio tiempo incluso a entablar amistad con una madre y una hija colombianas que estaban realizando un pequeño tour por Europa.
Pero tras llegar por fin a la taquilla y comprar los pases, unas estrechas escaleras daban comienzo al recorrido. A medida que descendíamos, el aire se iba enrareciendo y la humedad se incrementaba. Al final de los 130 escalones, empezaba un pasillo estrecho de piedra y después «el imperio de la muerte» nos aguardaba. Motivos ornamentales egipcios daban paso a la primera de las salas, decoradas con miles de antiguas calaveras, que parecían seguirte la mirada con sus cuencas oculares vacías. Un escalofrío recorría entonces tu espalda y ciertamente nada tenía que ver con los 14 grados de temperatura que había bajo tierra. La iluminación tenue generaba sombras desdibujadas en las muescas óseas y letreros en francés señalaban las fechas en que todos aquellos cuerpos habían tomado reposo en la pared desnuda. Uno intentaba continuar caminando, pero sin saber donde fijar la mirada. Tardamos como una hora en recorrer el escaso kilómetro y medio de túnel y cuando al final, otros 100 escalones nos devolvieron a la superficie, fue como volver a nacer.

¿Nos había gustado la visita? ¿Nos había disgustado, a caso? Nuestro corazón bombeaba sentimientos encontrados mientras devorábamos una hamburguesa en McDonald’s y salíamos corriendo hacia el aeropuerto. París nos despedía poniéndonos en guardia, descoloriendo su imagen de capital luminosa y encantadora, o quizás complementándola con una perspectiva más oscura. Poco hablaríamos entre nosotros de aquella visita a las Catacumbas, aunque mucha incertidumbre nos había generado. ¿Sería yo tan macabro como para recomendarla? ¿Rehuiría reconocer que me había, al menos, impresionado? Imposible juzgarlo. Hay cosas que deben verse en primera persona y otras que siempre dejan la duda de si hubieran de haberse visto. ¿Cuál de las dos serán las Catacumbas de París? Os lo dejaré a vuestro entender.